Miguel Delibes miraba al cielo, contaba las estrellas y esperaba el amanecer, entonces se incorporaba y sigilosamente, escopeta al hombro, seguía huellas, descifraba sonidos, olores y aleteos hasta llegar a su presa (o “cómplice”, como él decía, por compartir la aventura del vivir o morir). Con esa misma paciencia buscó las palabras para escribir las novelas y ensayos en que defendía la naturaleza y la libertad.
“Lo que es evidente es que a estas alturas. Si queremos conservar la vida, hay que cambiarla”, escribió parafraseando a Alaín Hervé, periodista francés. En más de medio centenar de novelas, Delibes retrató a la sociedad rural de su Castilla natal, su paisaje, usos, costumbres, el particular modo de hablar y recogió una larga lista de palabras que poco a poco van cayendo en desuso.
Si algo caracteriza su obra es el amor y respeto por la naturaleza, la defensa del medio ambiente, la búsqueda de la armonía del ser humano con su entorno y el sueño de una “justicia más justa”. Ayer la muerte —ese viento inevitable que antes o después nos arrastra a todos como a la hojarasca— se llevó a este escritor y académico español, uno de los grandes de la lengua castellana.
Miguel Delibes fue un animal en extinción. Pertenecía a esa especie de periodistas, intelectuales y brillantes creadores que —para mal de todos— ha empezado a escasear en el planeta, tanto como el agua limpia, la flora, la fauna, el medio rural en que creció y el campo al que siempre quiso estar ligado. Fue un preocupado y activo conservacionista y un cazador de presas menores (de preferencia la perdiz roja). “Soy un cazador que escribe”, dijo alguna vez. En “Diario de un cazador” (1955) y “El último coto” (1992) la caza es base de la narración, pero Delibes la repudiaba como deporte y solo la comprendía como parte del ser campesino, del alma rural.
Desarrolló una estrecha relación con el entorno y un notable conocimiento de los ecosistemas y la biodiversidad. La Facultad de Biología de la Universidad de Salamanca lo nombró doctor honoris causa “por su defensa del medio ambiente frente al desarrollo industrial”, tema ya presente en su primera novela “La sombra del ciprés es alargada” (Premio Nadal 1947), escrita a los 27 años. Tempranamente alertó sobre el deterioro ambiental, pero principalmente sobre el arrollo del desarrollo, ese progreso mal comprendido, ese que aumenta la “incomunicación y la violencia” que exalta el “dinero como único valor” y “calienta el estómago pero enfría el corazón”. “El sentido del progreso desde mi obra”, su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua, en 1975, fue un verdadero manifiesto ecologista. Allí ante un auditorio que vela y venera las palabras, sentenció “el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia”.
La muerte de Delibes no solo es la de un notable escritor sino la de un pensador que nos alertó sobre la crisis ecológica y advirtió que dirigirse a ciegas hacia un precipicio no es avanzar.
“Lo que es evidente es que a estas alturas. Si queremos conservar la vida, hay que cambiarla”, escribió parafraseando a Alaín Hervé, periodista francés. En más de medio centenar de novelas, Delibes retrató a la sociedad rural de su Castilla natal, su paisaje, usos, costumbres, el particular modo de hablar y recogió una larga lista de palabras que poco a poco van cayendo en desuso.
Si algo caracteriza su obra es el amor y respeto por la naturaleza, la defensa del medio ambiente, la búsqueda de la armonía del ser humano con su entorno y el sueño de una “justicia más justa”. Ayer la muerte —ese viento inevitable que antes o después nos arrastra a todos como a la hojarasca— se llevó a este escritor y académico español, uno de los grandes de la lengua castellana.
Miguel Delibes fue un animal en extinción. Pertenecía a esa especie de periodistas, intelectuales y brillantes creadores que —para mal de todos— ha empezado a escasear en el planeta, tanto como el agua limpia, la flora, la fauna, el medio rural en que creció y el campo al que siempre quiso estar ligado. Fue un preocupado y activo conservacionista y un cazador de presas menores (de preferencia la perdiz roja). “Soy un cazador que escribe”, dijo alguna vez. En “Diario de un cazador” (1955) y “El último coto” (1992) la caza es base de la narración, pero Delibes la repudiaba como deporte y solo la comprendía como parte del ser campesino, del alma rural.
Desarrolló una estrecha relación con el entorno y un notable conocimiento de los ecosistemas y la biodiversidad. La Facultad de Biología de la Universidad de Salamanca lo nombró doctor honoris causa “por su defensa del medio ambiente frente al desarrollo industrial”, tema ya presente en su primera novela “La sombra del ciprés es alargada” (Premio Nadal 1947), escrita a los 27 años. Tempranamente alertó sobre el deterioro ambiental, pero principalmente sobre el arrollo del desarrollo, ese progreso mal comprendido, ese que aumenta la “incomunicación y la violencia” que exalta el “dinero como único valor” y “calienta el estómago pero enfría el corazón”. “El sentido del progreso desde mi obra”, su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua, en 1975, fue un verdadero manifiesto ecologista. Allí ante un auditorio que vela y venera las palabras, sentenció “el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia”.
La muerte de Delibes no solo es la de un notable escritor sino la de un pensador que nos alertó sobre la crisis ecológica y advirtió que dirigirse a ciegas hacia un precipicio no es avanzar.
El Comercio, 13 de febrero de 2010