Lima tirita. Hace 46 años que la capital del país no sufría frío tan intenso. En este clima helado —con gran parte del Perú declarado en emergencia por la ola de frío que azota también al resto de América del Sur—, el doctor Alan García nos dará este miércoles 28 el mensaje previo a su último año como presidente de la República. Los aguafiestas de siempre (léase: los políticos de oposición, los que quisieran estar en el podio en vez del orador, quienes candidatearon solo para saborear la derrota) ya están diciendo que no esperan nada nuevo. El presidente del Consejo de Ministros, Javier Velásquez Quesquén, dice sin embargo que deberíamos poco menos que estar saltando de alegría pues el presidente planteará los desafíos al 2021 para convertirnos en un país del primer mundo. Ojalá, pero lo malo es que el próximo año no sabemos quién estará ocupando el sillón presidencial y si le interesarán un pepino los desafíos de García.
Así las cosas y para no caer en la categoría de “aguafiestas”, repetimos que ojalá lleguemos pronto —por el bien de todas y todos— a ser un país del primer mundo, pero como se lo entiende en el siglo XXI: impulsado por energías limpias y renovables, encaminado en la senda de desarrollo sostenible, donde en la agenda política sea una prioridad la recuperación y conservación de los recursos naturales y el diálogo con los habitantes de las zonas donde han de desarrollarse los grandes proyectos de infraestructura y aprovechamiento de los recursos. Un país en orden, seguro y pacífico, donde todos los sectores de la sociedad se sientan representados, donde no quede niña ni niño sin aprender a leer y todos tengan las mismas posibilidades (o al menos parecidas) para desarrollar su potencial creativo, intelectual, emocional y espiritual y nadie se eche a dormir con la barriga vacía. Un lugar donde la corrupción sea considerada palabra soez y el delincuente de cuello y corbata no encuentre club, cargo público ni empresa que lo tolere. Un país del primer mundo del siglo XXI donde los gobernantes se preocupen en algo por dar ciertas alegrías y una buena dosis de esperanza a quienes los eligieron (o sea, algo así como Finlandia pero más tibiecito). Y todo esto está muy bien, pero sería mejor no esperar 11 años para adoptar las medidas que eviten la muerte por frío de nuestros compatriotas en los Andes, por falta de energía en sus hogares, por carencia de abrigo y de vivienda digna, por debilidad derivada de la desnutrición o por la imposibilidad de recibir atención médica a tiempo.
En fin, sí deberíamos esperar algo del mensaje presidencial y cruzar los dedos para que, en su último año de gobierno, el doctor Alan García decrete: el derecho a respirar aire puro, a beber agua clara y no contaminada de todo río y riachuelo que cruce el territorio nacional, a gozar de paisajes jamás alterados, a mirar el horizonte sin que gigantescas plataformas petroleras interfieran con la puesta de sol a todo lo largo de nuestra costa (pasa en un pedacito, pero ¿en toda?), a que los cultivos transgénicos sean declarados enemigos de la patria y sirvan de alimento para los sentenciados por terrorismo (a ver si son tan inocuos como se sostiene); a que queden los cerros llenos de oro sin ser convertidos en mina (algunos, al menos) y a que los lodos y los basurales se conviertan en jardines y lagunas. Es decir que por decreto nuestra vida se desenvuelva en un ambiente limpio, tranquilo y armonioso. ¿Por qué no esperar todas estas novedades? De ilusión también se vive, dicen.
Así las cosas y para no caer en la categoría de “aguafiestas”, repetimos que ojalá lleguemos pronto —por el bien de todas y todos— a ser un país del primer mundo, pero como se lo entiende en el siglo XXI: impulsado por energías limpias y renovables, encaminado en la senda de desarrollo sostenible, donde en la agenda política sea una prioridad la recuperación y conservación de los recursos naturales y el diálogo con los habitantes de las zonas donde han de desarrollarse los grandes proyectos de infraestructura y aprovechamiento de los recursos. Un país en orden, seguro y pacífico, donde todos los sectores de la sociedad se sientan representados, donde no quede niña ni niño sin aprender a leer y todos tengan las mismas posibilidades (o al menos parecidas) para desarrollar su potencial creativo, intelectual, emocional y espiritual y nadie se eche a dormir con la barriga vacía. Un lugar donde la corrupción sea considerada palabra soez y el delincuente de cuello y corbata no encuentre club, cargo público ni empresa que lo tolere. Un país del primer mundo del siglo XXI donde los gobernantes se preocupen en algo por dar ciertas alegrías y una buena dosis de esperanza a quienes los eligieron (o sea, algo así como Finlandia pero más tibiecito). Y todo esto está muy bien, pero sería mejor no esperar 11 años para adoptar las medidas que eviten la muerte por frío de nuestros compatriotas en los Andes, por falta de energía en sus hogares, por carencia de abrigo y de vivienda digna, por debilidad derivada de la desnutrición o por la imposibilidad de recibir atención médica a tiempo.
En fin, sí deberíamos esperar algo del mensaje presidencial y cruzar los dedos para que, en su último año de gobierno, el doctor Alan García decrete: el derecho a respirar aire puro, a beber agua clara y no contaminada de todo río y riachuelo que cruce el territorio nacional, a gozar de paisajes jamás alterados, a mirar el horizonte sin que gigantescas plataformas petroleras interfieran con la puesta de sol a todo lo largo de nuestra costa (pasa en un pedacito, pero ¿en toda?), a que los cultivos transgénicos sean declarados enemigos de la patria y sirvan de alimento para los sentenciados por terrorismo (a ver si son tan inocuos como se sostiene); a que queden los cerros llenos de oro sin ser convertidos en mina (algunos, al menos) y a que los lodos y los basurales se conviertan en jardines y lagunas. Es decir que por decreto nuestra vida se desenvuelva en un ambiente limpio, tranquilo y armonioso. ¿Por qué no esperar todas estas novedades? De ilusión también se vive, dicen.
El Comercio, 24 de julio de 2010