Fuertes vientos se desataron sobre el lago Titicaca, en Puno. Por los aires volaron los techos de paja y las legendarias islas flotantes de los uros fueron arrastradas por más de tres kilómetros. Tuvo que intervenir la Marina para poner las cosas en su lugar y anclar este territorio de totoras en su lugar original. Por poco y los últimos representantes de esa cultura milenaria desaparecen, con todo y pueblo, como Macondo en “Cien años de soledad”, arrastrados por el ventarrón. El clima cada vez se parece más a la literatura, a una intervención artística que modifica en un instante el paisaje pero dejando estragos y grandes pérdidas tras de sí. El cambio climático se empieza a asomar con su estética de destrucción.
“Lluvia y más lluvia, ayer sin cesar, y ahora mismo vuelve a empezar [...]”, escribió en 1907 el poeta Rainer María Rilke, en “Cartas sobre Cézanne”. Y así está una extensa parte del norte del Perú, padeciendo lluvias más intensas que las de las peores temporadas de fenómeno de El Niño. En Trujillo, Chan Chan, la más grande ciudadela de barro de Latinoamérica y patrimonio mundial, debió ser cubierta —hasta donde se pudo— con plástico para evitar daños irreparables. La naturaleza parece estar dispuesta a darnos una lección, nos amedrenta para recordarnos nuestra fragilidad, la necesidad de desarrollar una cultura de prevención y empezar a tomarla en cuenta para ubicar el lugar que nos corresponde en el planeta. Somos nada cuando ella de sata su furia y somos aún menos que nada si ante esa furia no analizamos qué debemos hacer. Una y otra vez el ingeniero reconstruye el camino allí donde volverá a pasar el huaico, ni un poco más allá ni un poco más acá, y no tomará las medidas adecuadas para proteger su obra. Una y otra vez el agricultor querrá ganar terreno donde sabe que gusta el río desbordarse y perderá sus cosechas. Con compulsiva obsesión se reconstruirán casas, escuelas, postas y albergues en zonas de deslizamientos, en terrenos ines-tables. Y las autoridades se fotografiarán felices ante estos logros hasta que nuevamente la naturaleza mande su clarinada: “allí no tenía que ser” y todo vuelva a comenzar, o a terminar.
Con Washington D.C., la capital de Estados Unidos, paralizada y soportando nevadas y bajísimas temperaturas no registradas desde hace más de un siglo, con Río de Janeiro en un carnaval de infierno y sus termómetros por encima de los 45 grados, no queda duda de que estamos ya atisbando a lo que se referían los científicos cuando hablaban del “cambio climático global”. Con una humanidad que en los últimos tres siglos se ha ido desvinculando cada vez más de la naturaleza y de sus procesos, los avatares del clima son una especie de brutal “llamado” para entender y reestablecer lazos con aquello de lo que formamos parte. Francis Thompson (1859-1907), poeta inglés, expresó esta interrelación así: “Todas las cosas por un poder inmortal/ cercano o lejano/ Ocultamente/ Una a la otra tan unidas están/ Que es imposible tocar una flor/sin que se estremezca una estrella”.
“Lluvia y más lluvia, ayer sin cesar, y ahora mismo vuelve a empezar [...]”, escribió en 1907 el poeta Rainer María Rilke, en “Cartas sobre Cézanne”. Y así está una extensa parte del norte del Perú, padeciendo lluvias más intensas que las de las peores temporadas de fenómeno de El Niño. En Trujillo, Chan Chan, la más grande ciudadela de barro de Latinoamérica y patrimonio mundial, debió ser cubierta —hasta donde se pudo— con plástico para evitar daños irreparables. La naturaleza parece estar dispuesta a darnos una lección, nos amedrenta para recordarnos nuestra fragilidad, la necesidad de desarrollar una cultura de prevención y empezar a tomarla en cuenta para ubicar el lugar que nos corresponde en el planeta. Somos nada cuando ella de sata su furia y somos aún menos que nada si ante esa furia no analizamos qué debemos hacer. Una y otra vez el ingeniero reconstruye el camino allí donde volverá a pasar el huaico, ni un poco más allá ni un poco más acá, y no tomará las medidas adecuadas para proteger su obra. Una y otra vez el agricultor querrá ganar terreno donde sabe que gusta el río desbordarse y perderá sus cosechas. Con compulsiva obsesión se reconstruirán casas, escuelas, postas y albergues en zonas de deslizamientos, en terrenos ines-tables. Y las autoridades se fotografiarán felices ante estos logros hasta que nuevamente la naturaleza mande su clarinada: “allí no tenía que ser” y todo vuelva a comenzar, o a terminar.
Con Washington D.C., la capital de Estados Unidos, paralizada y soportando nevadas y bajísimas temperaturas no registradas desde hace más de un siglo, con Río de Janeiro en un carnaval de infierno y sus termómetros por encima de los 45 grados, no queda duda de que estamos ya atisbando a lo que se referían los científicos cuando hablaban del “cambio climático global”. Con una humanidad que en los últimos tres siglos se ha ido desvinculando cada vez más de la naturaleza y de sus procesos, los avatares del clima son una especie de brutal “llamado” para entender y reestablecer lazos con aquello de lo que formamos parte. Francis Thompson (1859-1907), poeta inglés, expresó esta interrelación así: “Todas las cosas por un poder inmortal/ cercano o lejano/ Ocultamente/ Una a la otra tan unidas están/ Que es imposible tocar una flor/sin que se estremezca una estrella”.
El Comercio, 13 de febrero de 2010