Corría el año de 1699 cuando una alemana de 52 años arribó a la colonia holandesa de Surinam para estudiar y plasmar con su arte, la flora y fauna nativas. Un reino de verdores inimaginables, de árboles inmensos como catedrales, hojas y flores con propiedades míticas y sanadoras, ríos sinuosos y extrañas criaturas esperando a ser descubiertas. Era una época de conquistas, de búsqueda de riquezas y oportunidades. Ella muy por el contrario emprendió su viaje hacia la América tropical con afán enciclopedista y con un solo sueño: atisbar el Nuevo Mundo y las exóticas especies de flora y fauna que había admirado en colecciones privadas del Viejo Mundo. Maria Sibylla Merian (Frankfurt 1647-Amsterdam 1717) notable pintora que revolucionó la botánica, la entomología y la zoología (autodidacta en estas disciplinas) fue la primera persona europea en emprender un viaje científico. Lo hizo cien años antes de que el célebre barón Alexander von Humboldt.
Fue hija de Matthäus Merian, “el viejo” grabador y editor de gran reputación que murió cuando ella tenía apenas tres años. Su padrastro Jakob Marell, de la escuela bodegonista de Utrecht, la inició en el dibujo, la pintura y el grabado. Desarrolló tempranamente su talento y siendo casi una niña, a los 13 años, ya pintaba con destreza y por encargo sus primeras imágenes florales.
Desde pequeña había sentido una extraña fascinación por los insectos y sus salidas al campo para pintar se convirtieron, también, en jornadas de recolección de bichos. “Empecé —escribió— con los gusanos de seda de Fráncfort, mi ciudad natal. Después me di cuenta de que otras orugas se desarrollaban en bellas mariposas diurnas. Así, recogía todas las orugas que encontraba para observar su transformación”. A diferencia de sus contemporáneos, al pintar las plantas y flores ella incluía los mínimos detalles y rastros de insectos: una larva, una pequeña araña, una mariposa, ilustrando cada estadio de su desarrollo. Los insectos recolectados y aquellos que retrató le ayudaron a comprender la metamorfosis en una época en la que se sostenía su generación espontánea, a partir de la inmundicia y la putrefacción. Fue justamente la publicación, en 1705, de su libro “Metamorfosis de los insectos de Surinam” (Metamorphosis insectorum Surinamensium) la que le permitió ganarse el respeto internacional de ilustres académicos que supieron apreciar los dibujos y acuarelas en los que consignaba el nombre nativo de cada especie y el utilizado por los colonos. Observó y descubrió para Europa a la tarántula y a la zarigüeya (pequeño marsupial amazónico, emparentado con los canguros). Plasmó imágenes de lagartos, iguanas y serpientes, pero lo suyo eran la flora y los insectos. Sus trabajos combinaron la utilidad científica y el valor estético. Su patrón de diseño se impuso entre los científicos que empezaron a incorporar en sus anotaciones y bocetos, ya no solo al sujeto de interés sino también a las especies vinculadas. Esto era más o menos como tener la planta viva en las manos. Al celebrarse el próximo 8 de marzo el Día Internacional de la Mujer vale la pena recordar a esta artista, considerada por los académicos modernos una de las fundadoras de la entomología. Una mujer que se atrevió a seguir sus sueños para entregarle saber a la humanidad.
Fue hija de Matthäus Merian, “el viejo” grabador y editor de gran reputación que murió cuando ella tenía apenas tres años. Su padrastro Jakob Marell, de la escuela bodegonista de Utrecht, la inició en el dibujo, la pintura y el grabado. Desarrolló tempranamente su talento y siendo casi una niña, a los 13 años, ya pintaba con destreza y por encargo sus primeras imágenes florales.
Desde pequeña había sentido una extraña fascinación por los insectos y sus salidas al campo para pintar se convirtieron, también, en jornadas de recolección de bichos. “Empecé —escribió— con los gusanos de seda de Fráncfort, mi ciudad natal. Después me di cuenta de que otras orugas se desarrollaban en bellas mariposas diurnas. Así, recogía todas las orugas que encontraba para observar su transformación”. A diferencia de sus contemporáneos, al pintar las plantas y flores ella incluía los mínimos detalles y rastros de insectos: una larva, una pequeña araña, una mariposa, ilustrando cada estadio de su desarrollo. Los insectos recolectados y aquellos que retrató le ayudaron a comprender la metamorfosis en una época en la que se sostenía su generación espontánea, a partir de la inmundicia y la putrefacción. Fue justamente la publicación, en 1705, de su libro “Metamorfosis de los insectos de Surinam” (Metamorphosis insectorum Surinamensium) la que le permitió ganarse el respeto internacional de ilustres académicos que supieron apreciar los dibujos y acuarelas en los que consignaba el nombre nativo de cada especie y el utilizado por los colonos. Observó y descubrió para Europa a la tarántula y a la zarigüeya (pequeño marsupial amazónico, emparentado con los canguros). Plasmó imágenes de lagartos, iguanas y serpientes, pero lo suyo eran la flora y los insectos. Sus trabajos combinaron la utilidad científica y el valor estético. Su patrón de diseño se impuso entre los científicos que empezaron a incorporar en sus anotaciones y bocetos, ya no solo al sujeto de interés sino también a las especies vinculadas. Esto era más o menos como tener la planta viva en las manos. Al celebrarse el próximo 8 de marzo el Día Internacional de la Mujer vale la pena recordar a esta artista, considerada por los académicos modernos una de las fundadoras de la entomología. Una mujer que se atrevió a seguir sus sueños para entregarle saber a la humanidad.
El Comercio, 28/02/2009