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viernes, marzo 19, 2010

Adiós a un animal en extinción

Miguel Delibes miraba al cielo, contaba las estrellas y esperaba el amanecer, entonces se incorporaba y sigilosamente, escopeta al hombro, seguía huellas, descifraba sonidos, olores y aleteos hasta llegar a su presa (o “cómplice”, como él decía, por compartir la aventura del vivir o morir). Con esa misma paciencia buscó las palabras para escribir las novelas y ensayos en que defendía la naturaleza y la libertad.

“Lo que es evidente es que a estas alturas. Si queremos conservar la vida, hay que cambiarla”, escribió parafraseando a Alaín Hervé, periodista francés. En más de medio centenar de novelas, Delibes retrató a la sociedad rural de su Castilla natal, su paisaje, usos, costumbres, el particular modo de hablar y recogió una larga lista de palabras que poco a poco van cayendo en desuso.

Si algo caracteriza su obra es el amor y respeto por la naturaleza, la defensa del medio ambiente, la búsqueda de la armonía del ser humano con su entorno y el sueño de una “justicia más justa”. Ayer la muerte —ese viento inevitable que antes o después nos arrastra a todos como a la hojarasca— se llevó a este escritor y académico español, uno de los grandes de la lengua castellana.

Miguel Delibes fue un animal en extinción. Pertenecía a esa especie de periodistas, intelectuales y brillantes creadores que —para mal de todos— ha empezado a escasear en el planeta, tanto como el agua limpia, la flora, la fauna, el medio rural en que creció y el campo al que siempre quiso estar ligado. Fue un preocupado y activo conservacionista y un cazador de presas menores (de preferencia la perdiz roja). “Soy un cazador que escribe”, dijo alguna vez. En “Diario de un cazador” (1955) y “El último coto” (1992) la caza es base de la narración, pero Delibes la repudiaba como deporte y solo la comprendía como parte del ser campesino, del alma rural.

Desarrolló una estrecha relación con el entorno y un notable conocimiento de los ecosistemas y la biodiversidad. La Facultad de Biología de la Universidad de Salamanca lo nombró doctor honoris causa “por su defensa del medio ambiente frente al desarrollo industrial”, tema ya presente en su primera novela “La sombra del ciprés es alargada” (Premio Nadal 1947), escrita a los 27 años. Tempranamente alertó sobre el deterioro ambiental, pero principalmente sobre el arrollo del desarrollo, ese progreso mal comprendido, ese que aumenta la “incomunicación y la violencia” que exalta el “dinero como único valor” y “calienta el estómago pero enfría el corazón”. “El sentido del progreso desde mi obra”, su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua, en 1975, fue un verdadero manifiesto ecologista. Allí ante un auditorio que vela y venera las palabras, sentenció “el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia”.

La muerte de Delibes no solo es la de un notable escritor sino la de un pensador que nos alertó sobre la crisis ecológica y advirtió que dirigirse a ciegas hacia un precipicio no es avanzar.





El Comercio, 13 de febrero de 2010

La prevención como cultura

Miramos hacia ambos lados antes de cruzar la pista para verificar que no haya un vehículo que pueda embestirnos. Nos ponemos una chompa antes de salir en una tarde ventosa y así evitar un posible resfrío. Al subir una escalera nos apoyamos instintivamente en el pasamanos para sostenernos en caso de un tropezón. Son pequeños actos que realizamos a diario en el afán de evitarnos un percance. Como reza el dicho popular, “prevenir antes que lamentar”. Pero la prevención ante un terremoto, evento impredecible de la naturaleza, es algo en lo que no somos muy duchos que digamos. Nuestro país —igual que Chile— se ubica en el llamado cinturón de fuego del Pacífico, la zona de mayor actividad sísmica del planeta. Esta es razón suficiente para estar siempre preparados pues en cualquier momento la pachamama puede temblar furiosamente para liberar la tensión acumulada por la fricción de las placas tectónicas del lecho del Pacífico.




La diferencia entre sobrevivir o no depende de actuar de modo calmado y frío. Hay tres cosas que ocurrirán tras un terremoto: maretazos (cuando no un tsunami) por lo que debemos alejarnos del mar y de las playas; cortes de luz y la saturación y colapso del servicio telefónico, lo que se traduce en oscuridad (si el sismo es nocturno) y una desesperante incomunicación. Así, todo hogar debería tener a mano walkie talkies, una linterna (no se recomiendan velas ni fósforos por las posibles fugas de gas) y una radio portátil con varios juegos de baterías. Esto aparte de un pequeño maletín con lo esencial: mantas, agua, un mínimo de alimentos no perecibles y un botiquín de primeros auxilios que incluya medicinas para dolencias específicas (presión alta, diabetes, depresión, etc.). Los pasadizos y puertas de salida de casa deben estar libres de objetos que puedan caer y estorbar el paso. Si se está en el piso alto de un edificio no habrá tiempo de salir, lo ideal es abrir la puerta porque puede trancarse y ubicarse junto a una columna o cerca del ascensor. Toda familia debe tener un plan mínimo y desde ya asignar responsabilidades: ¿quién se encargará de los niños y de los adultos mayores? ¿Quién del maletín? ¿Hacia dónde irán? En caso de no estar juntos, ¿dónde se reunirán?

Se ha visto en un pequeño poblado de Chile algo que podría instituirse en los municipios: una suerte de tambo de emergencia con agua y alimentos para afrontar las primeras horas. Todo alcalde o alcaldesa debería, además, determinar cuáles serían los eventuales puntos de refugio para los vecinos. Pisamos tierra inestable y debemos estar prevenidos para lo peor. “Tengo miedo. La tarde es gris y la tristeza del cielo se abre como una boca de muerto”, escribió hace mucho el poeta chileno Pablo Neruda. Nada de malo tiene el miedo, mientras no nos paralice y evite que empecemos a “prevenir antes que lamentar”.

Desnutrición, freno del aprendizaje

Sonará anticipado, pero el problema de la educación empieza en el vientre materno. Mucho antes de que el niño o la niña anuncien su arribo a este mundo con el primer llanto su potencial intelectual y creativo puede haber sido ya mellado. La desnutrición —o mala nutrición— de las embarazadas es un tema que debe resolverse para lograr avances significativos en el campo educativo. Por más infraestructura de calidad, maestros altamente calificados y gran inversión económica —lo que por cierto no prima en el Perú—, empedrado será el camino hacia la excelencia si los cerebros de los pequeños carecieron de los ácidos grasos esenciales y otros nutrientes durante su gestación. Otro escollo aparece con la falta de micronutrientes en los primeros cinco años (la ventana de aprendizaje más importante). En esta etapa la nutrición es clave y también los estímulos (sonoros, visuales, motores, entre otros) necesarios para desarrollar la mayoría de destrezas, crear, potenciar y reforzar millones de conexiones neuronales, que a final de cuentas son la chispa de la inteligencia, de la personalidad y de comunión con el mundo y los demás.

El doctor Santiago Antúnez de Mayolo Rynning cuenta que en el antiguo Perú se prestó atención a la alimentación de las gestantes. Es más, comenta que seis meses antes de la concepción se consumían productos ricos en minerales, vitaminas y otros nutrientes y se llevaba una vida lo más sana posible (ojo, fiesteros) en el entendido de que esa salud y fortaleza se transmitían al niño por nacer. La madre aseguraba su ingesta de vitaminas (especialmente del complejo B), ácido fólico y bacterias benéficas, consumiendo chichas elaboradas con diversos cereales andinos. Una vez nacida la criatura su nutrición se garantizaba —al menos en los tres primeros años y a veces más— con la leche materna, el alimento más completo y benéfico para el cerebro.

Últimamente, fuera de oír sobre la película “La teta asustada”, más bien asusta lo pronto que las madres jóvenes destetan a sus bebes o simplemente obvian esto tan saludable de darles la teta. En el antiguo Perú, también, la estimulación temprana era practicada y se conocían las capacidades y necesidades de cada etapa. Para Antúnez de Mayolo, esto llevó a que en el tiempo de los incas “el Perú fuera la primera nación de América”.

Basándose en estos conocimientos ancestrales y los últimos hallazgos de las neurociencias (algo también por tomarse en cuenta al tiempo del desarrollo curricular), presentó en el 2007 el método ProEduPerú, al que para mal del país se le ha prestado muy poca atención. Recobrar lo mejor del pasado, recoger los aportes de las neurociencias y reconocer que nutrición y educación van de la mano sería un buen primer paso para avanzar con paso firme en la construcción del verdadero desarrollo.
El Comercio, 27 de febrero de 2010