El Perú podría convertirse pronto en territorio libre de transgénicos. Dos nuevas y calificadas voces se han sumado al coro de peruanos preocupados por los efectos que podría tener el ingreso de esos cultivos sobre nuestros ecosistemas, la biodiversidad y la salud de la población: el doctor Ricardo Giesecke y el ingeniero Miguel Caillaux, físico el uno, ganadero el otro y ambos acertadamente nombrados por el presidente Humala como sus ministros. Giesecke en la cartera del Ambiente y Caillaux en la de Agricultura se han manifestado a favor de la moratoria que impide el ingreso de semillas genéticamente modificadas con fines agrícolas, por diez años. Esto es una buena noticia.
No se exagera ni atemoriza en vano al decir que el polen de esos cultivos ‘Frankenstein’ contaminará a diversas especies de flora silvestre y domesticada. Los agentes polinizadores –abejas, aves, mariposas– hacen lo suyo y también el viento. Muestra del poder dispersor del viento es que en el suelo de la Amazonía se ha identificado arena del desierto del Sahara, en África, arena que ‘vuela’ y cruza el Atlántico impulsada por el viento.
Esto, claro, le interesa poco menos que un rábano a los lobbies de los emporios que han desarrollado transgénicos en sus laboratorios. Un argumento utilizado para sensibilizar a su favor es que tales cultivos solucionarían el hambre. Así tratan de generar sentimientos de culpa y erigir en villanos a quienes proponen (proponemos) que la seguridad alimentaria se base en una agricultura diversificada, en productos locales, en una cadena de grandes y pequeños agricultores orgánicos, en la conservación de la biodiversidad y en una distribución adecuada de los alimentos. Vale la pena recordar que en el 2008, de la noche a la mañana, los precios de los alimentos se dispararon y se desencadenó una hambruna, pero ese mismo año la producción agrícola fue suficiente para que cada habitante accediera a 2.700 calorías diarias. El problema no es, pues, el rendimiento, sino el acceso y la distribución. En el Perú, toneladas de frutas y otros productos alimenticios terminan pudriéndose a falta de caminos, una adecuada cadena logística de transporte o centros de procesamiento en los sitios de origen. Para mantener los precios se ha llegado al extremo de quemar toneladas de pollo o verter el exceso de producción lechera en los ríos. El hambre no es, pues, resultado de la falta de alimentos, porque persiste hasta cuando hay excedentes. Amartya Sen ganó su Nobel de Economía demostrándolo: las hambrunas ocurren aunque haya comida, porque la gente no puede comprarla. La realidad descrita por Sen no la cambiarán los transgénicos.
Brasil, por ejemplo, un país que viene erradicando velozmente el hambre, no se apoya en la soya transgénica por la que ha deforestado buena parte de su selva. Recurre en cambio a los pequeños agricultores para su exitoso programa escolar de nutrición: al menos 30% de esos alimentos deben ser adquiridos de los campesinos más pobres, cuya producción difícilmente llega a algún mercado. El lulista Fome Zero tan aclamado no se diseñó pensando en los grandes campos de transgénicos sino en los pequeños parceleros que cultivan productos locales y conservan la agrodiversidad.
Una de cada siete personas en el mundo –algo más de mil millones– pasa hambre y cada diez segundos un niño o niña muere por este flagelo (más que todas las muertes sumadas por sida, TBC y malaria). Es un acto civilizador garantizar el acceso a la comida, esa garantía solo nos la dará la biodiversidad. Cary Fowler es el gran defensor de ella. Un gringo lindo y loco que impulsó la creación bajo la nieve del círculo ártico noruego de la bóveda que guarda el mayor tesoro de la humanidad: semillas de los principales cultivos comestibles. Él está convencido de que solo la biodiversidad salvará al planeta en caso de una hambruna global.
Hace cerca de cuatro décadas, el académico Jack Carlan explicó que la diversidad de los cultivos era el “recurso genético que se interpone entre nosotros y la hambruna catastrófica a un grado que no podemos imaginar”. En la biodiversidad, pues, está la seguridad alimentaria mientras que los cultivos transgénicos (genéticamente exactos y por ello más vulnerables) el potencial de un desastre ambiental y social, sin precedentes. Como dice el príncipe Carlos de Inglaterra, “no cuenten conmigo para eso”.
No se exagera ni atemoriza en vano al decir que el polen de esos cultivos ‘Frankenstein’ contaminará a diversas especies de flora silvestre y domesticada. Los agentes polinizadores –abejas, aves, mariposas– hacen lo suyo y también el viento. Muestra del poder dispersor del viento es que en el suelo de la Amazonía se ha identificado arena del desierto del Sahara, en África, arena que ‘vuela’ y cruza el Atlántico impulsada por el viento.
Esto, claro, le interesa poco menos que un rábano a los lobbies de los emporios que han desarrollado transgénicos en sus laboratorios. Un argumento utilizado para sensibilizar a su favor es que tales cultivos solucionarían el hambre. Así tratan de generar sentimientos de culpa y erigir en villanos a quienes proponen (proponemos) que la seguridad alimentaria se base en una agricultura diversificada, en productos locales, en una cadena de grandes y pequeños agricultores orgánicos, en la conservación de la biodiversidad y en una distribución adecuada de los alimentos. Vale la pena recordar que en el 2008, de la noche a la mañana, los precios de los alimentos se dispararon y se desencadenó una hambruna, pero ese mismo año la producción agrícola fue suficiente para que cada habitante accediera a 2.700 calorías diarias. El problema no es, pues, el rendimiento, sino el acceso y la distribución. En el Perú, toneladas de frutas y otros productos alimenticios terminan pudriéndose a falta de caminos, una adecuada cadena logística de transporte o centros de procesamiento en los sitios de origen. Para mantener los precios se ha llegado al extremo de quemar toneladas de pollo o verter el exceso de producción lechera en los ríos. El hambre no es, pues, resultado de la falta de alimentos, porque persiste hasta cuando hay excedentes. Amartya Sen ganó su Nobel de Economía demostrándolo: las hambrunas ocurren aunque haya comida, porque la gente no puede comprarla. La realidad descrita por Sen no la cambiarán los transgénicos.
Brasil, por ejemplo, un país que viene erradicando velozmente el hambre, no se apoya en la soya transgénica por la que ha deforestado buena parte de su selva. Recurre en cambio a los pequeños agricultores para su exitoso programa escolar de nutrición: al menos 30% de esos alimentos deben ser adquiridos de los campesinos más pobres, cuya producción difícilmente llega a algún mercado. El lulista Fome Zero tan aclamado no se diseñó pensando en los grandes campos de transgénicos sino en los pequeños parceleros que cultivan productos locales y conservan la agrodiversidad.
Una de cada siete personas en el mundo –algo más de mil millones– pasa hambre y cada diez segundos un niño o niña muere por este flagelo (más que todas las muertes sumadas por sida, TBC y malaria). Es un acto civilizador garantizar el acceso a la comida, esa garantía solo nos la dará la biodiversidad. Cary Fowler es el gran defensor de ella. Un gringo lindo y loco que impulsó la creación bajo la nieve del círculo ártico noruego de la bóveda que guarda el mayor tesoro de la humanidad: semillas de los principales cultivos comestibles. Él está convencido de que solo la biodiversidad salvará al planeta en caso de una hambruna global.
Hace cerca de cuatro décadas, el académico Jack Carlan explicó que la diversidad de los cultivos era el “recurso genético que se interpone entre nosotros y la hambruna catastrófica a un grado que no podemos imaginar”. En la biodiversidad, pues, está la seguridad alimentaria mientras que los cultivos transgénicos (genéticamente exactos y por ello más vulnerables) el potencial de un desastre ambiental y social, sin precedentes. Como dice el príncipe Carlos de Inglaterra, “no cuenten conmigo para eso”.
El Comercio, 06 de agosto de 2011