Leer es ejercer un derecho. El analfabetismo es una clara violación a los derechos humanos, tales como el derecho a la información (por todos los medios), a aprender, a desarrollar el potencial intelectual y creativo. Recordemos que la Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma que “toda persona tiene derecho a la educación”. Los estados que no desarrollan programas eficientes de alfabetización se constituyen, sin quererlo, en violadores de los derechos de cada uno de esos ciudadanos (mujeres, hombres, niñas y niños) incapaces de acceder al conocimiento, a la memoria, a las ideas impresas, a la educación.
El actual Gobierno viene dando claras señales de su lucha contra los rezagos de analfabetismo en nuestro país, donde uno de cada diez peruanos es analfabeto, situación que resulta inverosímil en pleno siglo XXI.
Se impulsan, además, campañas para promover la lectura y combatir lo que se conoce como analfabetismo funcional, es decir, no leer teniendo las destrezas o, lo que es peor, no comprender lo leído (en el 2001, un estudio para medir la calidad educativa encontró que 54% de los estudiantes peruanos caía en esa categoría).
Umberto Eco, en “Por qué los libros prolongan la vida” (Roma, 1991), escribió: “Con el lenguaje, los viejos se convirtieron en la memoria de la especie: se sentaban en la caverna, alrededor del fuego, y contaban lo que había sucedido (o se decía que había sucedido) antes de que los jóvenes hubieran nacido (...) Hoy los libros son nuestros viejos. No nos damos cuenta, pero nuestra riqueza respecto del analfabeto (o del que, alfabeto, no lee) consiste en que él está viviendo y vivirá solo su vida, y nosotros hemos vivido muchísimas”.
El libro es, pues, nuestro sabio moderno. Es maestro, artista, explorador, viajero. Nos despierta haciéndonos soñar, nos traslada hasta los confines del cosmos sin movernos de la comodidad de nuestro hogar, nos pone frente a cualquier personaje, real o de ficción.
En el libro está todo y con él todo lo podemos sentir y hacer: medir la temperatura del Océano Pacífico con el barón Alexander von Humboldt; deleitarnos con el sabor de la carne de las inmensas tortugas de Galápagos en compañía de Charles Darwin; sufrir de amor en silencio como Fermina Daza y Florentino Ariza, en “El amor en los tiempos del cólera”; vengarnos de quien desgració a nuestro padre como Emma Zunz hizo con Lowenthal, en el relato de Borges; o estar en ese cuarto poblado por el sonido del arpa, donde el “danzaq” Rasu-Ñiti agonizó bailando con sus tijeras hasta que “¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando!” se lo llevó, según el magistral Arguedas. Ideas, ficciones, ciencia, pasado, presente y atisbos de futuro están en los libros. Dos son las batallas por enfrentar: erradicar por completo el analfabetismo con programas eficientes (especialmente entre las mujeres y niñas de zonas rurales) y promover la lectura entre los alfabetos en estos tiempos de multioferta cibernética y banales distracciones. “Sociedad que no lee es una masa inerte de huesos a la intemperie —ha escrito hace algunas semanas en “La República” el lúcido Luis Jaime Cisneros—.Gracias a la lectura, somos personas. Lo comprobamos cada vez que un nuevo libro se incorpora a nuestra vida y renueva nuestra fe en las facultades creadoras del hombre”.
El actual Gobierno viene dando claras señales de su lucha contra los rezagos de analfabetismo en nuestro país, donde uno de cada diez peruanos es analfabeto, situación que resulta inverosímil en pleno siglo XXI.
Se impulsan, además, campañas para promover la lectura y combatir lo que se conoce como analfabetismo funcional, es decir, no leer teniendo las destrezas o, lo que es peor, no comprender lo leído (en el 2001, un estudio para medir la calidad educativa encontró que 54% de los estudiantes peruanos caía en esa categoría).
Umberto Eco, en “Por qué los libros prolongan la vida” (Roma, 1991), escribió: “Con el lenguaje, los viejos se convirtieron en la memoria de la especie: se sentaban en la caverna, alrededor del fuego, y contaban lo que había sucedido (o se decía que había sucedido) antes de que los jóvenes hubieran nacido (...) Hoy los libros son nuestros viejos. No nos damos cuenta, pero nuestra riqueza respecto del analfabeto (o del que, alfabeto, no lee) consiste en que él está viviendo y vivirá solo su vida, y nosotros hemos vivido muchísimas”.
El libro es, pues, nuestro sabio moderno. Es maestro, artista, explorador, viajero. Nos despierta haciéndonos soñar, nos traslada hasta los confines del cosmos sin movernos de la comodidad de nuestro hogar, nos pone frente a cualquier personaje, real o de ficción.
En el libro está todo y con él todo lo podemos sentir y hacer: medir la temperatura del Océano Pacífico con el barón Alexander von Humboldt; deleitarnos con el sabor de la carne de las inmensas tortugas de Galápagos en compañía de Charles Darwin; sufrir de amor en silencio como Fermina Daza y Florentino Ariza, en “El amor en los tiempos del cólera”; vengarnos de quien desgració a nuestro padre como Emma Zunz hizo con Lowenthal, en el relato de Borges; o estar en ese cuarto poblado por el sonido del arpa, donde el “danzaq” Rasu-Ñiti agonizó bailando con sus tijeras hasta que “¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando!” se lo llevó, según el magistral Arguedas. Ideas, ficciones, ciencia, pasado, presente y atisbos de futuro están en los libros. Dos son las batallas por enfrentar: erradicar por completo el analfabetismo con programas eficientes (especialmente entre las mujeres y niñas de zonas rurales) y promover la lectura entre los alfabetos en estos tiempos de multioferta cibernética y banales distracciones. “Sociedad que no lee es una masa inerte de huesos a la intemperie —ha escrito hace algunas semanas en “La República” el lúcido Luis Jaime Cisneros—.Gracias a la lectura, somos personas. Lo comprobamos cada vez que un nuevo libro se incorpora a nuestra vida y renueva nuestra fe en las facultades creadoras del hombre”.
El Comercio, 14/02/2009