¿Fue la lluvia o la falta de prevención? Invalorables vidas humanas perdidas, casas desplomadas, vías bloqueadas, puentes y vías colapsados, poblados aislados, miles de hectáreas de cultivo ahogadas bajo el agua, pérdidas materiales que van por los mil millones de soles.
Las lluvias desataron su furia sobre el sur andino —en el caso del Cusco—, hicieron crecer hasta diez veces el caudal normal de los ríos. En dos o tres días llovió lo que en un mes. Puno, Huancavelica, Apurímac y Ayacucho están también afectados por un fenómeno natural perfectamente previsible. En pleno siglo XXI y con la tecnología disponible esto no llega de sorpresa. Días antes de que el cielo rebalsara —por decirlo de alguna manera—, el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología, Senamhi, declaró alerta naranja para la región hoy afectada. ¿Qué hicieron las autoridades? A la usanza nacional, nada. Y, hasta ahora, fuera de enviar la necesarísima ayuda de último minuto no se conoce ningún plan de intervención para dar soluciones y prevenir mayores daños.
En un escenario de cambio climático global, es impostergable crear una cultura de prevención e invertir en planes de contingencia. Si de algo tienen que preocuparse nuestras autoridades es de brindar los fondos necesarios y tecnología de punta a las instituciones encargadas de la investigación climática, así como contar con comunicación eficiente al más alto nivel. Es impostergable cruzar la información sobre los patrones del clima para reordenar el territorio y tomar las medidas preventivas necesarias: muros de contención, zanjas y canales donde los ríos y lagunas puedan descargar, maquinaria pesada disponible en zonas riesgosas, puentes móviles, un ejército preparado para actuar rápidamente ante estos episodios y, de ser el caso, el traslado de poblados a lugares más seguros. Hay que comprender que los desastres no son naturales y que resultan de la desidia y el desconocimiento humanos.
Lo ocurrido en Aguas Calientes, poblado a las faldas de esa joya turística peruana llamada Machu Picchu (Patrimonio de la Humanidad y una de las nuevas siete maravillas del mundo) estaba cantado. Aguas Calientes creció desordenadamente; sucesivas autoridades no solo permitieron sino que fomentaron el establecimiento de albergues y restaurantes en zonas inestables (terrenos muy cercanos al río, por ejemplo).
Frente a la tragedia del Cusco, los expertos en turismo hablan de la pérdida de un millón de dólares diarios para el sector. Si bien en momentos como los actuales corresponde al Estado operativizar la ayuda, ¿no deberían quienes hacen negocios de tal envergadura tener planes de contingencia ante tragedias como esta y otras? Una empresa ferroviaria que por largos años ha monopolizado la ruta Cusco-Aguas Calientes, tendría que contar con los medios para evacuar a sus pasajeros varados. Tanto como el Estado, las empresas deben prevenir y contar con planes para enfrentar los fenómenos climáticos. No culpemos solamente a la lluvia.
Las lluvias desataron su furia sobre el sur andino —en el caso del Cusco—, hicieron crecer hasta diez veces el caudal normal de los ríos. En dos o tres días llovió lo que en un mes. Puno, Huancavelica, Apurímac y Ayacucho están también afectados por un fenómeno natural perfectamente previsible. En pleno siglo XXI y con la tecnología disponible esto no llega de sorpresa. Días antes de que el cielo rebalsara —por decirlo de alguna manera—, el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología, Senamhi, declaró alerta naranja para la región hoy afectada. ¿Qué hicieron las autoridades? A la usanza nacional, nada. Y, hasta ahora, fuera de enviar la necesarísima ayuda de último minuto no se conoce ningún plan de intervención para dar soluciones y prevenir mayores daños.
En un escenario de cambio climático global, es impostergable crear una cultura de prevención e invertir en planes de contingencia. Si de algo tienen que preocuparse nuestras autoridades es de brindar los fondos necesarios y tecnología de punta a las instituciones encargadas de la investigación climática, así como contar con comunicación eficiente al más alto nivel. Es impostergable cruzar la información sobre los patrones del clima para reordenar el territorio y tomar las medidas preventivas necesarias: muros de contención, zanjas y canales donde los ríos y lagunas puedan descargar, maquinaria pesada disponible en zonas riesgosas, puentes móviles, un ejército preparado para actuar rápidamente ante estos episodios y, de ser el caso, el traslado de poblados a lugares más seguros. Hay que comprender que los desastres no son naturales y que resultan de la desidia y el desconocimiento humanos.
Lo ocurrido en Aguas Calientes, poblado a las faldas de esa joya turística peruana llamada Machu Picchu (Patrimonio de la Humanidad y una de las nuevas siete maravillas del mundo) estaba cantado. Aguas Calientes creció desordenadamente; sucesivas autoridades no solo permitieron sino que fomentaron el establecimiento de albergues y restaurantes en zonas inestables (terrenos muy cercanos al río, por ejemplo).
Frente a la tragedia del Cusco, los expertos en turismo hablan de la pérdida de un millón de dólares diarios para el sector. Si bien en momentos como los actuales corresponde al Estado operativizar la ayuda, ¿no deberían quienes hacen negocios de tal envergadura tener planes de contingencia ante tragedias como esta y otras? Una empresa ferroviaria que por largos años ha monopolizado la ruta Cusco-Aguas Calientes, tendría que contar con los medios para evacuar a sus pasajeros varados. Tanto como el Estado, las empresas deben prevenir y contar con planes para enfrentar los fenómenos climáticos. No culpemos solamente a la lluvia.
El Comercio, 30 de enero de 2010