Mi mamá dice que Barack Obama se llevará a quienes no tienen sus papeles, y ella no los tiene” le dijo la niña peruana Daisy Cueva a la primera dama de Estados Unidos, Michelle Obama, en una escuela. La sinceridad de la chiquita de 7 años desató la polémica, los medios de comunicación y algunos congresistas propusieron retomar el debate y avanzar con la frustrada reforma migratoria de la administración Obama. Daisy es hoy la cara de la inmigración en un país donde más de 12 millones de inmigrantes indocumentados —como su mamá— viven, sueñan y trabajan para prosperar. Bastó un instante para que su temor de verse separada de su madre impactara profundamente en la interminable y abstracta discusión sobre la problemática que se da en el universo paralelo de los adultos, donde la niñez no tiene voz y quizá por ello sea un perverso laberinto de intrigas y mezquindades.
A los 11 años, Jack Davis Suero, hijo y nieto de peruana, almorzaba en un restaurante-bufet (de esos “sírvase todo lo que pueda comer”) cuando preguntó: “¿Qué hacen con lo que no se consume?”. La respuesta lo dejó perplejo: “Va al tacho”. No le gustó que en el estado de La Florida —donde vive con su familia— se desecharan alimentos en buen estado. “Así es la ley, por cuestiones sanitarias y para proteger a los restaurantes de demandas”, le comentó su padre, abogado él, racional y lógico. A Jack no le pareció buena, lógica ni racional una ley que obliga a deshacerse de algo vital para “tantos pobres, gente buena pero con poca suerte que no tienen qué comer”. Decidió cambiar las cosas y empezó a enviar correos electrónicos a las autoridades. Los medios volcaron su atención hacia tan cándida campaña y un par de senadores también. Para acortar el cuento, en el 2008 se aprobó la ley “Jack Davis, Florida echando un mano de ayuda”, que permite a los restaurantes entregar sus sobras no utilizadas a las instituciones y personas que lo requieran. Hay cosas que en el apurado universo adulto simplemente “son así” y para niñas y niños eso significa simplemente que pueden “ser asá”.
En Londres, Charlie Simpson de 7 años, decidió que no seguiría inmóvil frente a la tele impactado por las imágenes del terremoto de Haití. Dejó eso para los “grandes” y decidió recaudar fondos. En la página web JustGiving.com escribió que usaría su bicicleta para recorrer el South Park “todas las veces que fuera posible” y así conseguir lo necesario para comprar comida, agua y carpas. Y así lo hizo con alegría y vitalidad hasta recaudar unos 200.000 euros que entregó a Unicef. Los niños no hacen discursos, tienen ideas que ponen en práctica y como el “fracaso” no está en su imaginario tienen éxito.
Los adultos no tenemos mucho que enseñarles a los pequeños terrícolas —como no sea a leer, escribir, sumar y restar— más bien deberíamos aprender de ellos: expulsar del juego al que hace trampa, disfrutar de la competencia en equipo, identificar al mejor líder para el grupo, imaginar y sentir empatía por el otro. Cuando un pequeño pregunta: ¿Por qué llora ese niño?, muestra esa empatía.
Todo lo malo que pueda haber en una niña o en un niño ha sido inoculado por algún adulto: prejuicio, violencia, desidia, insensibilidad por los demás.
“Nosotros soñamos con la perfección” —dice Adora Svitak, poeta, narradora e influyente bloguera estadounidense de 12 años— y añade: “Y esto es bueno porque para que algo se vuelva realidad primero hay que soñarlo. Nuestra audacia para imaginar ayuda a empujar las fronteras de lo posible”.
Viendo las barbaridades perpetradas por los mayores —como esa tal jueza Jessica León Yarango que buscó los resquicios de la ley para liberar a la terrorista Lori Berenson— resulta preferible y más seguro contar con autoridades de 7 años de edad.
A los 11 años, Jack Davis Suero, hijo y nieto de peruana, almorzaba en un restaurante-bufet (de esos “sírvase todo lo que pueda comer”) cuando preguntó: “¿Qué hacen con lo que no se consume?”. La respuesta lo dejó perplejo: “Va al tacho”. No le gustó que en el estado de La Florida —donde vive con su familia— se desecharan alimentos en buen estado. “Así es la ley, por cuestiones sanitarias y para proteger a los restaurantes de demandas”, le comentó su padre, abogado él, racional y lógico. A Jack no le pareció buena, lógica ni racional una ley que obliga a deshacerse de algo vital para “tantos pobres, gente buena pero con poca suerte que no tienen qué comer”. Decidió cambiar las cosas y empezó a enviar correos electrónicos a las autoridades. Los medios volcaron su atención hacia tan cándida campaña y un par de senadores también. Para acortar el cuento, en el 2008 se aprobó la ley “Jack Davis, Florida echando un mano de ayuda”, que permite a los restaurantes entregar sus sobras no utilizadas a las instituciones y personas que lo requieran. Hay cosas que en el apurado universo adulto simplemente “son así” y para niñas y niños eso significa simplemente que pueden “ser asá”.
En Londres, Charlie Simpson de 7 años, decidió que no seguiría inmóvil frente a la tele impactado por las imágenes del terremoto de Haití. Dejó eso para los “grandes” y decidió recaudar fondos. En la página web JustGiving.com escribió que usaría su bicicleta para recorrer el South Park “todas las veces que fuera posible” y así conseguir lo necesario para comprar comida, agua y carpas. Y así lo hizo con alegría y vitalidad hasta recaudar unos 200.000 euros que entregó a Unicef. Los niños no hacen discursos, tienen ideas que ponen en práctica y como el “fracaso” no está en su imaginario tienen éxito.
Los adultos no tenemos mucho que enseñarles a los pequeños terrícolas —como no sea a leer, escribir, sumar y restar— más bien deberíamos aprender de ellos: expulsar del juego al que hace trampa, disfrutar de la competencia en equipo, identificar al mejor líder para el grupo, imaginar y sentir empatía por el otro. Cuando un pequeño pregunta: ¿Por qué llora ese niño?, muestra esa empatía.
Todo lo malo que pueda haber en una niña o en un niño ha sido inoculado por algún adulto: prejuicio, violencia, desidia, insensibilidad por los demás.
“Nosotros soñamos con la perfección” —dice Adora Svitak, poeta, narradora e influyente bloguera estadounidense de 12 años— y añade: “Y esto es bueno porque para que algo se vuelva realidad primero hay que soñarlo. Nuestra audacia para imaginar ayuda a empujar las fronteras de lo posible”.
Viendo las barbaridades perpetradas por los mayores —como esa tal jueza Jessica León Yarango que buscó los resquicios de la ley para liberar a la terrorista Lori Berenson— resulta preferible y más seguro contar con autoridades de 7 años de edad.
El Comercio, 29 de mayo de 2010