El calentamiento global es un grave problema ambiental que puede llevar al colapso a ecosistemas enteros, a una masiva desaparición de especies y obligar a millones de seres humanos a abandonar sus pueblos inhabitables, convirtiéndolos en refugiados climáticos.
Pero todo eso puede ocurrir aunque solucionemos el problema climático mientras que nuestra relación con la naturaleza no cambie y no comprendamos —o nos resistamos a hacerlo— que la degradación del planeta no puede continuar.
Con la atención centrada en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Clima (COP 15), corremos el riesgo de no mirar los otros retos.
El amplio e intrincado abanico de problemas nacionales no se solucionará aunque en Copenhague ocurra un milagro guadalupano y se cierre el tratado que extienda los compromisos del Protocolo de Kioto.
Veamos. Sabemos que más del 70% del oxígeno del aire que respiramos resulta de la fotosíntesis de las algas y del fitoplancton de los mares. ¿Qué hacemos? Además de sobreexplotar el recurso alga, nuestro mar de Grau ha sido severamente contaminado con todo tipo de residuos: desagües domésticos, industriales, agrícolas, toneladas de desechos sólidos vertidos.
El Ferrol, en Chimbote, Áncash, es hoy básicamente una bahía muerta, asfixiada por los desechos del boom harinero de pescado.
A paso de procesión le sigue la hermosa Paracas, una de las zonas de afloramiento de plancton más importantes del planeta, convertida en parque industrial y petroquímico. Ningún tratado climático corregirá la distorsionada visión que tienen nuestras autoridades sobre el progreso ni la avidez de algunos por ganancias al más corto plazo.
No erradicarán los relaves mineros ni la contaminación de nuestras fuentes de agua dulce (ríos y lagos) con metales pesados de la actividad minera.
¿Qué tratado modificará la mentalidad rapaz con la que —literalmente— se “explotan” nuestros recursos naturales?
Pase lo que pase, La Oroya seguirá luciendo su triste corona de ser uno de los diez puntos más contaminados del planeta; las poblaciones indígenas tendrán que alzar la voz para que se les reconozcan derechos sobre sus territorios milenarios. ¿Y cuál es el tratado que frenará a los transgénicos que se nos quiere imponer a la fuerza?
Las gigantescas corporaciones no cesarán en su intento de introducir sus semillas genéticamente modificadas y patentadas. Transgénicos que —como menciona Michael Pollan en su “Botánica del deseo”— están protegidos incluso como pesticidas, porque producen sus propios venenos contra las plagas.
No olvidemos, además, la basura formando montañas y rodeando infancias, ni a las personas que viven en condiciones inhumanas sin acceso a los servicios básicos. Inequidad, desigualdad. Ciudades mal planificadas que no permiten el sano intercambio vecinal. Corrupción en todos los ámbitos que debilita las instituciones democráticas y les resta credibilidad, que hunde en el pesimismo a los ciudadanos y lleva del “sí se puede”, al “ya qué importa”.
Lo que salga de Copenhague no es la solución, es apenas un paso en el camino por hacer de nuestro mundo un lugar mejor y más sano para todos y todas.
Pero todo eso puede ocurrir aunque solucionemos el problema climático mientras que nuestra relación con la naturaleza no cambie y no comprendamos —o nos resistamos a hacerlo— que la degradación del planeta no puede continuar.
Con la atención centrada en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Clima (COP 15), corremos el riesgo de no mirar los otros retos.
El amplio e intrincado abanico de problemas nacionales no se solucionará aunque en Copenhague ocurra un milagro guadalupano y se cierre el tratado que extienda los compromisos del Protocolo de Kioto.
Veamos. Sabemos que más del 70% del oxígeno del aire que respiramos resulta de la fotosíntesis de las algas y del fitoplancton de los mares. ¿Qué hacemos? Además de sobreexplotar el recurso alga, nuestro mar de Grau ha sido severamente contaminado con todo tipo de residuos: desagües domésticos, industriales, agrícolas, toneladas de desechos sólidos vertidos.
El Ferrol, en Chimbote, Áncash, es hoy básicamente una bahía muerta, asfixiada por los desechos del boom harinero de pescado.
A paso de procesión le sigue la hermosa Paracas, una de las zonas de afloramiento de plancton más importantes del planeta, convertida en parque industrial y petroquímico. Ningún tratado climático corregirá la distorsionada visión que tienen nuestras autoridades sobre el progreso ni la avidez de algunos por ganancias al más corto plazo.
No erradicarán los relaves mineros ni la contaminación de nuestras fuentes de agua dulce (ríos y lagos) con metales pesados de la actividad minera.
¿Qué tratado modificará la mentalidad rapaz con la que —literalmente— se “explotan” nuestros recursos naturales?
Pase lo que pase, La Oroya seguirá luciendo su triste corona de ser uno de los diez puntos más contaminados del planeta; las poblaciones indígenas tendrán que alzar la voz para que se les reconozcan derechos sobre sus territorios milenarios. ¿Y cuál es el tratado que frenará a los transgénicos que se nos quiere imponer a la fuerza?
Las gigantescas corporaciones no cesarán en su intento de introducir sus semillas genéticamente modificadas y patentadas. Transgénicos que —como menciona Michael Pollan en su “Botánica del deseo”— están protegidos incluso como pesticidas, porque producen sus propios venenos contra las plagas.
No olvidemos, además, la basura formando montañas y rodeando infancias, ni a las personas que viven en condiciones inhumanas sin acceso a los servicios básicos. Inequidad, desigualdad. Ciudades mal planificadas que no permiten el sano intercambio vecinal. Corrupción en todos los ámbitos que debilita las instituciones democráticas y les resta credibilidad, que hunde en el pesimismo a los ciudadanos y lleva del “sí se puede”, al “ya qué importa”.
Lo que salga de Copenhague no es la solución, es apenas un paso en el camino por hacer de nuestro mundo un lugar mejor y más sano para todos y todas.
El Comercio, 12 de diciembre de 2009