“Una sociedad democrática puede ser arruinada por ciudades mal planeadas, con la misma facilidad que con el establecimiento de un régimen totalitario. No hay campo para la participación ciudadana cuando el ambiente social es cada vez menos transparente”. Las palabras son del lúcido conservacionista germano-venezolano Arturo Eichler. Razón no le falta, pues el espacio mal planeado, insalubre e inseguro propicia perturbaciones sociales, y allí donde se da prioridad a abrirle el paso a los automóviles antes que a paseos arbolados a los vecinos será imposible desarrollar una sociedad participativa y dispuesta a compartir e interactuar. ¿Cómo sonreír y conversar, entre humos y ruidos? ¿Cómo aprender a ser felices en la penumbra generada a pleno día por la sombra de edificios que proliferan como la mala hierba, violando todo tipo de ordenanzas?
Estamos ante una nueva campaña municipal. ¿Hay alguna esperanza de cambio para la capital del Perú? Como dice el Chapulín Colorado, ¿y ahora quién podrá defenderme?
Lima, la “tres veces coronada villa”, es un enredo de delincuencia, caos, contaminación y suciedad que algunos inspirados gustan llamar “ciudad jardín” (¿lloramos o reímos con esa?). Irrespirable, insoportable, invivible e insegura. Así las cosas, las y los aspirantes al sillón municipal nos lanzan unas peroratas que nada tienen que ver con repensar la ciudad y darle una salida a este laberinto que lleva, por ejemplo, a que anualmente se pierdan más de mil millones de dólares, sí mil millones de dólares, por el caos vehicular generado, en gran medida, por la libre circulación de autos chatarra, basura rodante importada (por el cliente de una de las candidatas, por cierto, el señor Cataño).
“La gran urbe —escribió el doctor Godofredo Stutzin, destacado abogado y ecologista chileno— ha sido comparada con un monstruo que consume diariamente cientos de miles de toneladas de agua, oxígeno, alimentos y materias primas, mientras que en el mismo lapso expele de su organismo la correspondiente cantidad de residuos, basuras y sustancias contaminantes”. Las ciudades han sido calificadas —y con razón— como un fenómeno antiecológico. Una vuelta por Lima ayudará a comprender por qué. Eso es lo que deberá revertir quien acceda al sillón municipal y legarnos barrios más sanos, seguros y amables, espacios para el desarrollo de la vida vecinal.
Varios miles de años nos separan de las primeras aglomeraciones urbanas. Y viendo hacia atrás diríase que andaban mejor, más ordenados y en armonía con su espacio. Hoy la vida en comunidad se da en escenarios gigantescos. El tercer milenio en Lima sigue por la ruta de la degradación, en todos los aspectos: violencia, pérdida de flora y fauna, amén de desaparición de sitios históricos, generaciones que crecen en rincones que nadie recuerda cómo fueron, y que con sus ruidos y falta de armonía castran la posibilidad de comprender que, con reglas claras y compromiso, el infierno puede transformarse en paraíso.
De cómplices de la decadencia podemos pasar a ser gestores del cambio. Para ello se necesita a alguien que comprenda la alcaldía no como un cargo político ni un trampolín a la presidencia, sino un trabajo vecinal coordinado y coherente. Pero nuestros candidatos y candidatas nos hablan de todo menos de cómo van a hacer de nuestra ciudad un lugar donde en nombre del “progreso y desarrollo” no se nos usurpen los parques, el aire limpio, la armonía arquitectónica, las áreas naturales cercanas, ni la paz y el silencio que requerimos para vivir bien, digamos para vivir como se supone que debiéramos hacerlo en el siglo XXI, es decir mejor y no peor que antes.
Estamos ante una nueva campaña municipal. ¿Hay alguna esperanza de cambio para la capital del Perú? Como dice el Chapulín Colorado, ¿y ahora quién podrá defenderme?
Lima, la “tres veces coronada villa”, es un enredo de delincuencia, caos, contaminación y suciedad que algunos inspirados gustan llamar “ciudad jardín” (¿lloramos o reímos con esa?). Irrespirable, insoportable, invivible e insegura. Así las cosas, las y los aspirantes al sillón municipal nos lanzan unas peroratas que nada tienen que ver con repensar la ciudad y darle una salida a este laberinto que lleva, por ejemplo, a que anualmente se pierdan más de mil millones de dólares, sí mil millones de dólares, por el caos vehicular generado, en gran medida, por la libre circulación de autos chatarra, basura rodante importada (por el cliente de una de las candidatas, por cierto, el señor Cataño).
“La gran urbe —escribió el doctor Godofredo Stutzin, destacado abogado y ecologista chileno— ha sido comparada con un monstruo que consume diariamente cientos de miles de toneladas de agua, oxígeno, alimentos y materias primas, mientras que en el mismo lapso expele de su organismo la correspondiente cantidad de residuos, basuras y sustancias contaminantes”. Las ciudades han sido calificadas —y con razón— como un fenómeno antiecológico. Una vuelta por Lima ayudará a comprender por qué. Eso es lo que deberá revertir quien acceda al sillón municipal y legarnos barrios más sanos, seguros y amables, espacios para el desarrollo de la vida vecinal.
Varios miles de años nos separan de las primeras aglomeraciones urbanas. Y viendo hacia atrás diríase que andaban mejor, más ordenados y en armonía con su espacio. Hoy la vida en comunidad se da en escenarios gigantescos. El tercer milenio en Lima sigue por la ruta de la degradación, en todos los aspectos: violencia, pérdida de flora y fauna, amén de desaparición de sitios históricos, generaciones que crecen en rincones que nadie recuerda cómo fueron, y que con sus ruidos y falta de armonía castran la posibilidad de comprender que, con reglas claras y compromiso, el infierno puede transformarse en paraíso.
De cómplices de la decadencia podemos pasar a ser gestores del cambio. Para ello se necesita a alguien que comprenda la alcaldía no como un cargo político ni un trampolín a la presidencia, sino un trabajo vecinal coordinado y coherente. Pero nuestros candidatos y candidatas nos hablan de todo menos de cómo van a hacer de nuestra ciudad un lugar donde en nombre del “progreso y desarrollo” no se nos usurpen los parques, el aire limpio, la armonía arquitectónica, las áreas naturales cercanas, ni la paz y el silencio que requerimos para vivir bien, digamos para vivir como se supone que debiéramos hacerlo en el siglo XXI, es decir mejor y no peor que antes.
El Comercio 14 de agosto de 2010