Walter Oyarce no tenía por qué morir. Fue asesinado pocos días antes de cumplir 24 años. Era un muchacho sano, pero ocurre que a veces la enfermedad está afuera y mata. Walter Oyarce no tenía por qué morir el último sábado, tras el clásico U-Alianza en el estadio Monumental, pero un grupo de barristas de Universitario se ensañó contra él, que era hincha del Alianza. Lo empujaron desde una altura de unos ocho metros, sabrá el demonio qué llevó a David Sánchez-Manrique, a José Luis Roque Alejos (‘Cholo Payet’) y a sus amigos a perpetrar semejante atrocidad.
¿Estaban drogados o borrachos? Sí. ¿Eso es un atenuante para la barbarie? Lamentablemente sí, porque nuestra legislación, como tantas otras cosas de por acá, está mal. En otras naciones, eso sería más bien un agravante, como el manejar bajo efectos del alcohol, por ejemplo. Y por aquí cometer delitos bajo el influjo de sustancias embrutecedoras, como las drogas, debiera empezar a serlo.
Es difícil entender que un grupo de jóvenes de nuestra especie, arrastrados por la ira, haya sido capaz de una atrocidad como la del Monumental o de las barbaridades que a diario leemos en los periódicos y padecemos en los noticieros.
Cuando la ira impera, nada bueno puede esperarse. Es una fuerza brutal que muchos no saben o no quieren controlar. Y en nuestro país, lamentablemente, son muchos los que albergan esa baja pasión, no la manejan y más bien la retroalimentan hasta apagar cualquier vestigio de luz, lucidez o razón, al punto de anular aquello que nos diferencia de las bestias.
En las familias, en los colegios, en la política, en el trabajo, en las calles, la ira se apodera de todas las situaciones. Los insultos entre conductores en el insoportable tráfico capitalino son usuales, los golpes entre grupos de niños en los colegios han tomado ya dimensiones epidémicas, la mano se alza antes para dar un sopapo que para acariciar. ¿Qué pasa?
Pasa que nos rodea la estética de la violencia, que se aplaude la agresividad, que es más “hombre” quien le da un puñetazo al adversario antes de buscar la solución con la palabra. Pasa que vivimos en la época del desprecio a lo sagrado, de la desvalorización de la vida humana. Pasa que los padres golpean a sus hijos, que los hijos golpean a sus hermanos, y que entre compañeros se agarran a patadas y a patadas agarran los hombres también a sus mujeres. Y el tren de la ira sigue su marcha.
El filósofo, político y pensador romano Séneca escribió sobre la ira: “Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó; contempla esas inmensas soledades deshabitadas; la ira formó esos desiertos”.
Walter no debió morir ese día, pero quizá su tragedia sirva para que quienes tienen hijos se preo-cupen de formar ciudadanos de bien y no ese tipo de chusma que enlutó a la familia Oyarce y avergüenza e indigna a todo un país.
¿Estaban drogados o borrachos? Sí. ¿Eso es un atenuante para la barbarie? Lamentablemente sí, porque nuestra legislación, como tantas otras cosas de por acá, está mal. En otras naciones, eso sería más bien un agravante, como el manejar bajo efectos del alcohol, por ejemplo. Y por aquí cometer delitos bajo el influjo de sustancias embrutecedoras, como las drogas, debiera empezar a serlo.
Es difícil entender que un grupo de jóvenes de nuestra especie, arrastrados por la ira, haya sido capaz de una atrocidad como la del Monumental o de las barbaridades que a diario leemos en los periódicos y padecemos en los noticieros.
Cuando la ira impera, nada bueno puede esperarse. Es una fuerza brutal que muchos no saben o no quieren controlar. Y en nuestro país, lamentablemente, son muchos los que albergan esa baja pasión, no la manejan y más bien la retroalimentan hasta apagar cualquier vestigio de luz, lucidez o razón, al punto de anular aquello que nos diferencia de las bestias.
En las familias, en los colegios, en la política, en el trabajo, en las calles, la ira se apodera de todas las situaciones. Los insultos entre conductores en el insoportable tráfico capitalino son usuales, los golpes entre grupos de niños en los colegios han tomado ya dimensiones epidémicas, la mano se alza antes para dar un sopapo que para acariciar. ¿Qué pasa?
Pasa que nos rodea la estética de la violencia, que se aplaude la agresividad, que es más “hombre” quien le da un puñetazo al adversario antes de buscar la solución con la palabra. Pasa que vivimos en la época del desprecio a lo sagrado, de la desvalorización de la vida humana. Pasa que los padres golpean a sus hijos, que los hijos golpean a sus hermanos, y que entre compañeros se agarran a patadas y a patadas agarran los hombres también a sus mujeres. Y el tren de la ira sigue su marcha.
El filósofo, político y pensador romano Séneca escribió sobre la ira: “Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó; contempla esas inmensas soledades deshabitadas; la ira formó esos desiertos”.
Walter no debió morir ese día, pero quizá su tragedia sirva para que quienes tienen hijos se preo-cupen de formar ciudadanos de bien y no ese tipo de chusma que enlutó a la familia Oyarce y avergüenza e indigna a todo un país.
El Comercio, 01 de octubre de 2011
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