“Una madre de familia ha colocado los alimentos en un balde que contenía residuos de productos químicos o pesticidas”, dijo Aída ‘Mocha’ García Naranjo sin tartamudear. La ministra de la Mujer y Desarrollo Social lanzó su sentencia sin pruebas y sin una investigación en curso que, por lo menos, diera ciertos indicios sobre lo que sostuvo con tanta seguridad y que hoy se sabe mentira. Sacó, así, alegremente el cuerpo y se fue a bailar con el ‘Puma’ Carranza. No pareció demasiado afectada por la muerte de tres niños ni el envenenamiento de más de cincuenta otros pequeños, tras ingerir alimentos distribuidos por el Programa Nacional de Alimentos (Pronaa).
El envenenamiento masivo ocurrió en el caserío Redondo, distrito de Cachachi, Cajamarca. La inexplicable conducta de la ministra –que ahora pide perdón por su insensible baile mientras las madres lloraban a sus hijos– ocurrió en Lima, centro del poder y donde el poder parece generar un efecto perverso en ciertos sectores que acceden a él tardíamente. El triste episodio ha servido para que los y las peruanas constatemos, una vez más, la doble vara moral utilizada por la izquierda criolla. ¿Dónde están las organizaciones de derechos humanos pidiendo la cabeza de una ministra que notoriamente ha tratado de eludir su responsabilidad y no ha tenido empacho en extender el dedo acusador para señalar al grupo de mujeres rurales que recibieron la ayuda alimentaria, confiando en su calidad y salubridad? ¿Los niños envenenados no tienen, acaso, derechos? ¿O es que la consigna es no hacer olas cuando de ‘camaradas’ se trata?
Si la ministra de la Mujer fuera, por ejemplo, una fujimorista como Luisa María Cuculiza o una aprista histórica como Meche Cabanillas, ya estaría en marcha una operación coordinada desde las ONG, solventada con dinero extranjero, para triturar mediáticamente a través de diversos voceros a la ministra. Por las calles andarían jóvenes ilusos portando cartelones y gritando con ligereza “a-s-e-s-i-n-a”, mientras esa particular especie de peruanos llamada “los abajo firmantes” (nótese que siempre son las mismas ‘personalidades’) circularía por calles, plazuelas, y por todos los medios, algún pronunciamiento culpando al Estado, al sistema, al presidente, al libre mercado, a lo que sea, y exigiendo con indignación que rueden las cabezas. Todas las cabezas.
Con ‘Mocha’ no ha pasado nada de eso porque la izquierda local se cree impune. Por demasiado tiempo se ha permitido a sus representantes ser jueces, parte, acusadores y verdugos de todos aquellos peruanos que no comparten su pensamiento único y trasnochado. Los culpables son siempre otros, jamás ellos. Y esto nos debe preocupar especialmente ahora que son gobierno y no simple oposición.
La ministra García Naranjo debería exigirse lo que exige a otros: coherencia e integridad. Quienes la conocen deben haber quedado tan perplejas –como esta columnista– con su falta de solidaridad ante el dolor de las familias que perdieron a sus hijos o los ven hoy padecer las secuelas del envenenamiento. Ha sorprendido ingratamente su inmediata reacción para salvar su espacio, su puesto, su silla, su cargo, su ego. ¡Vaya usted a saber!
El envenenamiento masivo ocurrió en el caserío Redondo, distrito de Cachachi, Cajamarca. La inexplicable conducta de la ministra –que ahora pide perdón por su insensible baile mientras las madres lloraban a sus hijos– ocurrió en Lima, centro del poder y donde el poder parece generar un efecto perverso en ciertos sectores que acceden a él tardíamente. El triste episodio ha servido para que los y las peruanas constatemos, una vez más, la doble vara moral utilizada por la izquierda criolla. ¿Dónde están las organizaciones de derechos humanos pidiendo la cabeza de una ministra que notoriamente ha tratado de eludir su responsabilidad y no ha tenido empacho en extender el dedo acusador para señalar al grupo de mujeres rurales que recibieron la ayuda alimentaria, confiando en su calidad y salubridad? ¿Los niños envenenados no tienen, acaso, derechos? ¿O es que la consigna es no hacer olas cuando de ‘camaradas’ se trata?
Si la ministra de la Mujer fuera, por ejemplo, una fujimorista como Luisa María Cuculiza o una aprista histórica como Meche Cabanillas, ya estaría en marcha una operación coordinada desde las ONG, solventada con dinero extranjero, para triturar mediáticamente a través de diversos voceros a la ministra. Por las calles andarían jóvenes ilusos portando cartelones y gritando con ligereza “a-s-e-s-i-n-a”, mientras esa particular especie de peruanos llamada “los abajo firmantes” (nótese que siempre son las mismas ‘personalidades’) circularía por calles, plazuelas, y por todos los medios, algún pronunciamiento culpando al Estado, al sistema, al presidente, al libre mercado, a lo que sea, y exigiendo con indignación que rueden las cabezas. Todas las cabezas.
Con ‘Mocha’ no ha pasado nada de eso porque la izquierda local se cree impune. Por demasiado tiempo se ha permitido a sus representantes ser jueces, parte, acusadores y verdugos de todos aquellos peruanos que no comparten su pensamiento único y trasnochado. Los culpables son siempre otros, jamás ellos. Y esto nos debe preocupar especialmente ahora que son gobierno y no simple oposición.
La ministra García Naranjo debería exigirse lo que exige a otros: coherencia e integridad. Quienes la conocen deben haber quedado tan perplejas –como esta columnista– con su falta de solidaridad ante el dolor de las familias que perdieron a sus hijos o los ven hoy padecer las secuelas del envenenamiento. Ha sorprendido ingratamente su inmediata reacción para salvar su espacio, su puesto, su silla, su cargo, su ego. ¡Vaya usted a saber!
El Comercio, 24 de setiembre de 2011
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