“¿Estará reservado a nuestra época –y como un premio no a la conquista militar sino a la ciencia– hallar un tesoro aun más valioso?”, se pregunta Aurelio admirando en el norte la Huaca del Sol. En la Amazonía las orquídeas le “parecen una procesión de mariposas con las alas abiertas. Cada orquídea perdura como para justificar el bello nombre que le dieron los incas: ‘huiña huayna’; es decir siempre joven”, escribe. En los Andes admira el saber ancestral de los campesinos: “Nadie conoce como ellos las grandes voces de la lluvia y el viento, la estrechez de cañadas la fuerza del río y del torrente, el peñol hosco y el collado tranquilo, la esperanza constante y propicia de la tierra, la luz fecunda, jubilosa del sol”.
Aurelio Miró Quesada Sosa (1909-1998) puede ser resumido en una frase: Pasión por el Perú. El recordado codirector de nuestro Diario fue historiador, maestro de varias generaciones, lúcido intelectual, riguroso investigador, sensible poeta y periodista. “La hoja de un periódico –repetía– no está hecha solamente con papel y con tinta. Está hecha, debe estarlo, con alma”. Con alma creó también cada uno de los muchos ensayos y libros que componen su monumental legado.
No podemos iniciar la segunda década del siglo XXI sin mencionar lo que –a entender y sentir de esta columnista– es su obra cumbre: “Costa, Sierra y Montaña” (1938), recientemente reeditada por El Comercio. Leerla es viajar de la mano de un hombre cultísimo. La pluma de Miró Quesada Sosa hechiza, nos remonta hasta los más alejados parajes, invade nuestros sentidos con aromas, la tibieza del sol, los cambiantes colores del paisaje, el misticismo de una tradicional sesión de ayahuasca o el sonido del mar. En Huanchaco escribe: “Los caballitos van cortando el agua. Avanzan con sus líneas de esquife en un impulso fácil y un ritmo de gracia y belleza. De lo lejos vienen olas fuertes, que se rompen y hacen que el agua salte y luzca con el golpe del sol. Bajo la advocación de Xiiang, el sol muchic, rindo así un homenaje a estas razas de bronce, que aún sienten en su sangre las voces eternas del Pacífico”.
De Ica dice: “Bajo el viento fresco de la hora, empiezo a recorrer los caminos. Me complace vagar así, en la tarde, cuando el fuego del sol ya se ha hecho débil y empieza a batirnos una brisa, en que creemos reconocer el dulce aroma de las uvas maduras y los mangos. A derecha e izquierda, se va sucediendo la línea sinuosa de las dunas. Es el elemento más característico del paisaje de Ica. Aquí las dunas son la vida. Sobre el manto de arena resaltan las palmas datileras. Por todas partes, manchas de huarangos, ese árbol tan representativo”.
Sus palabras nos llevan a la selva donde “la naturaleza crea y devora al mismo tiempo. Los árboles luchan unos contra otros. Para cada animal hay uno contrario que lo hiere. Así la selva crea pero también destruye; daña, pero al mismo tiempo repara y robustece. Y junto a las hierbas que envenenan o las plantas que irritan, el instinto del hombre y la experiencia han hallado el bálsamo de copaiba tan preciado, el fino aceite de Andirova, del que ya se decía hace tres siglos que no tiene precio para curar heridas”.
¿Qué mejor lectura para empezar la segunda década del siglo XXI?
Aurelio Miró Quesada Sosa (1909-1998) puede ser resumido en una frase: Pasión por el Perú. El recordado codirector de nuestro Diario fue historiador, maestro de varias generaciones, lúcido intelectual, riguroso investigador, sensible poeta y periodista. “La hoja de un periódico –repetía– no está hecha solamente con papel y con tinta. Está hecha, debe estarlo, con alma”. Con alma creó también cada uno de los muchos ensayos y libros que componen su monumental legado.
No podemos iniciar la segunda década del siglo XXI sin mencionar lo que –a entender y sentir de esta columnista– es su obra cumbre: “Costa, Sierra y Montaña” (1938), recientemente reeditada por El Comercio. Leerla es viajar de la mano de un hombre cultísimo. La pluma de Miró Quesada Sosa hechiza, nos remonta hasta los más alejados parajes, invade nuestros sentidos con aromas, la tibieza del sol, los cambiantes colores del paisaje, el misticismo de una tradicional sesión de ayahuasca o el sonido del mar. En Huanchaco escribe: “Los caballitos van cortando el agua. Avanzan con sus líneas de esquife en un impulso fácil y un ritmo de gracia y belleza. De lo lejos vienen olas fuertes, que se rompen y hacen que el agua salte y luzca con el golpe del sol. Bajo la advocación de Xiiang, el sol muchic, rindo así un homenaje a estas razas de bronce, que aún sienten en su sangre las voces eternas del Pacífico”.
De Ica dice: “Bajo el viento fresco de la hora, empiezo a recorrer los caminos. Me complace vagar así, en la tarde, cuando el fuego del sol ya se ha hecho débil y empieza a batirnos una brisa, en que creemos reconocer el dulce aroma de las uvas maduras y los mangos. A derecha e izquierda, se va sucediendo la línea sinuosa de las dunas. Es el elemento más característico del paisaje de Ica. Aquí las dunas son la vida. Sobre el manto de arena resaltan las palmas datileras. Por todas partes, manchas de huarangos, ese árbol tan representativo”.
Sus palabras nos llevan a la selva donde “la naturaleza crea y devora al mismo tiempo. Los árboles luchan unos contra otros. Para cada animal hay uno contrario que lo hiere. Así la selva crea pero también destruye; daña, pero al mismo tiempo repara y robustece. Y junto a las hierbas que envenenan o las plantas que irritan, el instinto del hombre y la experiencia han hallado el bálsamo de copaiba tan preciado, el fino aceite de Andirova, del que ya se decía hace tres siglos que no tiene precio para curar heridas”.
¿Qué mejor lectura para empezar la segunda década del siglo XXI?
El Comercio, 01 de enero de 2011
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