Auguste Comte (1798-1857), padre de la corriente filosófica positivista, encontraba en Montes-quieu (1689-1755) el primer intento de abordar la política como una ciencia de hechos y no de dogmas. Un dogma es, entre varias otras cosas, una creencia individual o colectiva sin prueba de veracidad e inspirada por cuestiones utilitarias y prácticas. Un decreto —o dos como ha sido el caso— puede ser también un dogma al proclamarse como verdad indiscutible. Así tenemos que los decretos 1090 y 1064, recientemente derogados por inconstitucionales y afectar el desarrollo sostenible de la Amazonía, resultan en esencia dogmáticos. Su certificado de defunción fue extendido el día mismo de su promulgación.
La derogatoria —cuyo proceso trajo dolor y muerte a civiles y policías— era cuestión de tiempo porque nada tenían que ver con la realidad ecológica y social de la selva, y sí mucho con la arraigada y equivocada certeza limeña de que ese vasto y verde territorio es apenas una despensa de materias primas.
Constantemente los juristas se refieren al “espíritu de la ley”, ¿pero dónde queda el “espíritu” del objeto legislado? ¿Dónde quedó el espíritu de la Amazonía cuando el Ejecutivo —haciendo uso de facultades extraordinarias otorgadas por el Congreso— promulgó decretos ajenos a la vocación de los suelos selváticos, a la potencialidad de los cultivos nativos, a la expectativa de sus habitantes y a la obligatoriedad de un proceso de consulta con los pueblos indígenas? Desde un primer momento las normas motivaron el rechazo de la comunidad científica y académica, del Colegio de Ingenieros, de la Defensoría del Pueblo, de la Universidad Nacional Agraria La Molina y de instituciones de la sociedad civil, incluidas las organizaciones indígenas. Es más, el propio José Luis Camino Ivanissevich, jefe del Instituto Nacional de Recursos Naturales (Inrena), reconoció los errores.
Como vemos, esto no se ha tratado de una terquedad de las poblaciones amazónicas ni es tampoco una claudicación del Estado frente a las protestas. La derogatoria se dio porque se dejó de lado el dogma y el presidente Alan García sacó a relucir su capacidad de enmendar errores (como cuando “dio dos pasos atrás para avanzar uno en la historia”, en el caso de la nacionalización de la banca durante su primer gobierno).
El debate sobre los decretos no era nuevo. Ya en diciembre del año pasado la periodista Nelly Luna Amancio de El Comercio se refirió al tema haciendo hincapié en que el fraseo de “patrimonio forestal” excluía a cerca de 45 millones de hectáreas de aptitud forestal. Se abría así la puerta a la posibilidad de cambio de uso de tierras y a concesiones agroindustriales en suelos con vocación para recuperar el bosque. Se promovían además plantaciones de diversos productos con un listado encabezado por la palma aceitera, cultivo de origen africano hoy de interés para la industria del biodiésel. El libertador Bolívar decía que: “la naturaleza debe preceder a todas las reglas”. En el caso de nuestra selva podríamos parafrasearlo diciendo: “El espíritu de la Amazonía debe estar presente en todas sus leyes”. Y ese espíritu es el de la diversidad, la inclusión, el respeto y la histórica posibilidad de abrir por fin la trocha del desarrollo sostenible.
La derogatoria —cuyo proceso trajo dolor y muerte a civiles y policías— era cuestión de tiempo porque nada tenían que ver con la realidad ecológica y social de la selva, y sí mucho con la arraigada y equivocada certeza limeña de que ese vasto y verde territorio es apenas una despensa de materias primas.
Constantemente los juristas se refieren al “espíritu de la ley”, ¿pero dónde queda el “espíritu” del objeto legislado? ¿Dónde quedó el espíritu de la Amazonía cuando el Ejecutivo —haciendo uso de facultades extraordinarias otorgadas por el Congreso— promulgó decretos ajenos a la vocación de los suelos selváticos, a la potencialidad de los cultivos nativos, a la expectativa de sus habitantes y a la obligatoriedad de un proceso de consulta con los pueblos indígenas? Desde un primer momento las normas motivaron el rechazo de la comunidad científica y académica, del Colegio de Ingenieros, de la Defensoría del Pueblo, de la Universidad Nacional Agraria La Molina y de instituciones de la sociedad civil, incluidas las organizaciones indígenas. Es más, el propio José Luis Camino Ivanissevich, jefe del Instituto Nacional de Recursos Naturales (Inrena), reconoció los errores.
Como vemos, esto no se ha tratado de una terquedad de las poblaciones amazónicas ni es tampoco una claudicación del Estado frente a las protestas. La derogatoria se dio porque se dejó de lado el dogma y el presidente Alan García sacó a relucir su capacidad de enmendar errores (como cuando “dio dos pasos atrás para avanzar uno en la historia”, en el caso de la nacionalización de la banca durante su primer gobierno).
El debate sobre los decretos no era nuevo. Ya en diciembre del año pasado la periodista Nelly Luna Amancio de El Comercio se refirió al tema haciendo hincapié en que el fraseo de “patrimonio forestal” excluía a cerca de 45 millones de hectáreas de aptitud forestal. Se abría así la puerta a la posibilidad de cambio de uso de tierras y a concesiones agroindustriales en suelos con vocación para recuperar el bosque. Se promovían además plantaciones de diversos productos con un listado encabezado por la palma aceitera, cultivo de origen africano hoy de interés para la industria del biodiésel. El libertador Bolívar decía que: “la naturaleza debe preceder a todas las reglas”. En el caso de nuestra selva podríamos parafrasearlo diciendo: “El espíritu de la Amazonía debe estar presente en todas sus leyes”. Y ese espíritu es el de la diversidad, la inclusión, el respeto y la histórica posibilidad de abrir por fin la trocha del desarrollo sostenible.
El Comercio, 20/06/2009
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