“Mi felicidad consiste en que sé apreciar lo que tengo y no deseo con exceso lo que no tengo”, escribió un hombre a quien al final de sus días muchos consideraban un loco, pero muchísimos más lo reconocen hoy como un artista genial, autor de grandes clásicos como “La Guerra y la Paz” o “Ana Karenina”.
Hace un siglo murió León Tolstoi (1828-1910), uno de los grandes novelistas de todos los tiempos que –como ha escrito Mario Vargas Llosa– hacia el final de sus días se había convertido en “un profeta, un místico, un inventor de religiones, un patriarca de la moral, un teórico de la educación y un fantasioso ideólogo que proponía el pacifismo, el trabajo manual y agrícola, el ascetismo y un cristianismo primitivo, libertario y sui géneris como remedio a los males de la humanidad”.
Defendió la “no violencia activa” y su obra literaria marcó y marcará a todas las generaciones que se sumerjan en ella. Grandes transformadores sociales y políticos del siglo XX, como el luchador por los derechos afroamericanos Martin Luther King o Mahatma Gandhi, por ejemplo, fueron influidos por el pensamiento tolstiano.
Su éxito material y sus posesiones lo atormentaban: “El dinero es una nueva forma de esclavitud, que solo se distingue de la antigua por el hecho de que es impersonal, de que no existe una relación humana entre amo y esclavo”, escribiría.
Tolstoi seguirá inspirando y transformando a quienes lo lean y sus palabras gestarán, sin duda, cambios venideros: “A un gran corazón, ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa”. La vigencia de este ruso imperecedero emana de su autoridad moral –como ser humano, como pensador, como creador–; cualidad casi extinguida en la sociedad contemporánea, como el oso panda en los bosques de bambú de la China.
La autoridad moral resulta de abrazar un ideal, de la coherencia entre el hacer y el ser, entre el decir y el hacer: decir lo que se piensa no por intereses subalternos ni por asegurarse un financiamiento de quien sea, sino por convicción. No son los premios, los aplausos, ni la cantidad de letras impresas lo que le da autoridad moral que – como decía el papa Juan XXIII– es la energía que impulsa a participar a todos y todas en la gestión del bien común.
Vivimos tiempos en que los antivalores y la desconfianza campean. El bien común es un concepto borroso. La literatura antes que arte es industria y el escritor ya no es más orfebre de la palabra sino productor en serie de frases para distraer a una población aburrida y apurada. Como expresó en su ensayo “¿Qué es el arte”: “No solo la afectación, la confusión, la oscuridad han sido elevadas a la categoría de cualidades, y aún de condiciones de toda poesía, sino que lo incorrecto, lo indefinido, lo no elocuente, están a punto de sentar plaza de virtudes artísticas”.
Frente a la obra de Tolstoi surge la pregunta, ¿dónde están hoy los escritores y escritoras que pueden ser considerados maestros? ¿Dónde los autores y autoras de literatura memorable sin la cual nuestro mundo y nuestras vidas serían grises y sin sueños? Sobran los dedos de las manos para contarlos. ¿Cuántos son capaces de comunicar experiencias de vida, mundos posibles y hacernos mejores? ¿Cuántos escritores pueden ser considerados artistas?: “Si un arte no alcanza a conmover a los hombres, no es porque esos hombres carezcan de gusto e inteligencia; es porque el arte es malo o no es arte en absoluto […] El objeto del arte es hacer comprender cosas que en forma de un argumento intelectual no serían asequibles. El hombre que recibe una verdadera impresión artística siente que ya conocía lo que el arte revela. […] Tal ha sido la naturaleza del arte bueno y verdadero en todos los tiempos”, explicó.
Tolstoi fue un sembrador y sus palabras-simientes germinarán mientras el ser humano arrastre su sombra sobre el planeta. Pocos como él supieron rebelarse contra el racionalismo gélido y los paños tibios del relativismo moderno. “La razón –escribió– no me ha enseñado nada. Todo lo que yo sé me ha sido dado por el corazón”.
Hace un siglo murió León Tolstoi (1828-1910), uno de los grandes novelistas de todos los tiempos que –como ha escrito Mario Vargas Llosa– hacia el final de sus días se había convertido en “un profeta, un místico, un inventor de religiones, un patriarca de la moral, un teórico de la educación y un fantasioso ideólogo que proponía el pacifismo, el trabajo manual y agrícola, el ascetismo y un cristianismo primitivo, libertario y sui géneris como remedio a los males de la humanidad”.
Defendió la “no violencia activa” y su obra literaria marcó y marcará a todas las generaciones que se sumerjan en ella. Grandes transformadores sociales y políticos del siglo XX, como el luchador por los derechos afroamericanos Martin Luther King o Mahatma Gandhi, por ejemplo, fueron influidos por el pensamiento tolstiano.
Su éxito material y sus posesiones lo atormentaban: “El dinero es una nueva forma de esclavitud, que solo se distingue de la antigua por el hecho de que es impersonal, de que no existe una relación humana entre amo y esclavo”, escribiría.
Tolstoi seguirá inspirando y transformando a quienes lo lean y sus palabras gestarán, sin duda, cambios venideros: “A un gran corazón, ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa”. La vigencia de este ruso imperecedero emana de su autoridad moral –como ser humano, como pensador, como creador–; cualidad casi extinguida en la sociedad contemporánea, como el oso panda en los bosques de bambú de la China.
La autoridad moral resulta de abrazar un ideal, de la coherencia entre el hacer y el ser, entre el decir y el hacer: decir lo que se piensa no por intereses subalternos ni por asegurarse un financiamiento de quien sea, sino por convicción. No son los premios, los aplausos, ni la cantidad de letras impresas lo que le da autoridad moral que – como decía el papa Juan XXIII– es la energía que impulsa a participar a todos y todas en la gestión del bien común.
Vivimos tiempos en que los antivalores y la desconfianza campean. El bien común es un concepto borroso. La literatura antes que arte es industria y el escritor ya no es más orfebre de la palabra sino productor en serie de frases para distraer a una población aburrida y apurada. Como expresó en su ensayo “¿Qué es el arte”: “No solo la afectación, la confusión, la oscuridad han sido elevadas a la categoría de cualidades, y aún de condiciones de toda poesía, sino que lo incorrecto, lo indefinido, lo no elocuente, están a punto de sentar plaza de virtudes artísticas”.
Frente a la obra de Tolstoi surge la pregunta, ¿dónde están hoy los escritores y escritoras que pueden ser considerados maestros? ¿Dónde los autores y autoras de literatura memorable sin la cual nuestro mundo y nuestras vidas serían grises y sin sueños? Sobran los dedos de las manos para contarlos. ¿Cuántos son capaces de comunicar experiencias de vida, mundos posibles y hacernos mejores? ¿Cuántos escritores pueden ser considerados artistas?: “Si un arte no alcanza a conmover a los hombres, no es porque esos hombres carezcan de gusto e inteligencia; es porque el arte es malo o no es arte en absoluto […] El objeto del arte es hacer comprender cosas que en forma de un argumento intelectual no serían asequibles. El hombre que recibe una verdadera impresión artística siente que ya conocía lo que el arte revela. […] Tal ha sido la naturaleza del arte bueno y verdadero en todos los tiempos”, explicó.
Tolstoi fue un sembrador y sus palabras-simientes germinarán mientras el ser humano arrastre su sombra sobre el planeta. Pocos como él supieron rebelarse contra el racionalismo gélido y los paños tibios del relativismo moderno. “La razón –escribió– no me ha enseñado nada. Todo lo que yo sé me ha sido dado por el corazón”.
El Comercio, 20 de noviembre de 2010
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