“En Nagoya, la comunidad internacional ha iniciado un cambio de tendencia para frenar el saqueo de la naturaleza”, dijo el ministro de Medio Ambiente alemán, Norbert Röttgen. La satisfacción ha sido general al haberse logrado –en el año internacional de la biodiversidad– el consenso de 193 países para lo que se considera ya el más importante acuerdo para revertir justamente la pérdida de biodiversidad, el tejido vivo de nuestro planeta, la variedad de flora y fauna de la Tierra. Asunto vital tomando en cuenta que una de cada cinco especies de animales vertebrados (mamíferos, aves o reptiles) está en peligro de extinción y más del 40% de anfibios. Vale recordar que cada planta, insecto, pez o sapito, es decir cada criatura y especie de flora del bosque, del desierto o del mar, cumple un rol fundamental para la sobrevivencia del todo. Tomemos, por ejemplo, a la vainilla, sí la vainilla, ese delicioso saborizante de helados, bizcochos y algunas bebidas gaseosas. La vainilla es, ni más ni menos, un género de orquídea con más de cien especies distribuidas por las regiones tropicales del globo. La más sabrosa y aromática es la ‘Vanilla planifolia’, originaria de América Central y México. Las vainas de tal flor fueron muy apreciadas por los aztecas y antes por los mayas, cuya élite las usaba para enriquecer su bebida preferida: el xocoatl (o chocolate, mezcla espesa de cacao con agua).
Hasta el siglo XIX los intentos de cultivar la vainilla, fuera de su territorio, fracasaron. Fue hasta que se conoció el rol de ayuda fecundadora de las abejas nativas de la zona de origen. Metió mano el hombre para polinizarla artificialmente. Se perfeccionó el método y ni tontos ni perezosos los europeos se la llevaron a sus colonias tropicales del África. Los franceses empezaron a cultivarlas en Madagascar (hoy el mayor productor de vainilla –60%– del globo). ¿Y México y Centroamérica? Muy bien, gracias.
Pero… ¿qué tiene que ver todo esto con los acuerdos de Nagoya? Pues mucho. En primer lugar visibiliza las complejas y delicadas relaciones de las especies oriundas de un mismo lugar: en este caso la vainilla sin su abeja no se reproduce, y probablemente la abeja sin su vainilla verá grandemente disminuida su población por falta de uno de sus néctares preferidos y otras especies decaerán con ellas. Y en segundo lugar ayuda a comprender cómo las especies son arrancadas de sus hábitats y trasladadas a lugares lejanos generando negocios muy rentables que benefician a otras naciones, en perjuicio de los países y poblaciones propietarias del recurso. Este tipo de asuntos han sido discutidos a lo largo de dos semanas en la décima Conferencia sobre Biodiversidad de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Las negociaciones –bastante más técnicas que nuestro relato de la vainilla– definieron el protocolo sobre el acceso y el reparto de las ventajas (Access and Benefit Sharing, ABS). Tras veinte años de discusiones, los países del norte aceptaron que las ganancias generadas por las empresas (farmacéuticas, químicas, industriales, alimenticias, cosméticas, entre otras) a partir de genes o recursos provenientes de la “reserva de biodiversidad” (animales, plantas o microorganismos) de los países del sur sean compartidas equitativamente con los países dueños del recurso.
Entre los compromisos asumidos con miras al 2020, está expandir las áreas protegidas de cada país al menos a 17% de sus ecosistemas terrestres (el Perú tiene el 15,11% de su territorio bajo protección); y 10% de sus espacios marinos. En el ámbito global esto supone un incremento de 4% y 9%, respectivamente. En la ciudad japonesa de Nagoya se analizaron también las mejores formas de producción y comercialización de productos extraídos de los distintos ecosistemas, con criterios sostenibles y prácticas ambientalmente amigables, conocidas como ‘biotrade’ (o biocomercio).
Ha quedado clara la necesidad de movilizar recursos para alcanzar las metas acordadas. Los planes deben estar listos para el 2012 cuando Río de Janeiro se convierta nuevamente en la capital ecológica del mundo, al acoger la segunda Cumbre de la Tierra, 20 años después de la Eco-92. Los esfuerzos a fin de cuentas quizá ayuden a que aquella frase del sociólogo polaco Zygmunt Bauman: “Nuestros nietos pagarán la factura de nuestra orgía consumista” quede tan solo como un graffiti en la pared de nuestra memoria.
Hasta el siglo XIX los intentos de cultivar la vainilla, fuera de su territorio, fracasaron. Fue hasta que se conoció el rol de ayuda fecundadora de las abejas nativas de la zona de origen. Metió mano el hombre para polinizarla artificialmente. Se perfeccionó el método y ni tontos ni perezosos los europeos se la llevaron a sus colonias tropicales del África. Los franceses empezaron a cultivarlas en Madagascar (hoy el mayor productor de vainilla –60%– del globo). ¿Y México y Centroamérica? Muy bien, gracias.
Pero… ¿qué tiene que ver todo esto con los acuerdos de Nagoya? Pues mucho. En primer lugar visibiliza las complejas y delicadas relaciones de las especies oriundas de un mismo lugar: en este caso la vainilla sin su abeja no se reproduce, y probablemente la abeja sin su vainilla verá grandemente disminuida su población por falta de uno de sus néctares preferidos y otras especies decaerán con ellas. Y en segundo lugar ayuda a comprender cómo las especies son arrancadas de sus hábitats y trasladadas a lugares lejanos generando negocios muy rentables que benefician a otras naciones, en perjuicio de los países y poblaciones propietarias del recurso. Este tipo de asuntos han sido discutidos a lo largo de dos semanas en la décima Conferencia sobre Biodiversidad de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Las negociaciones –bastante más técnicas que nuestro relato de la vainilla– definieron el protocolo sobre el acceso y el reparto de las ventajas (Access and Benefit Sharing, ABS). Tras veinte años de discusiones, los países del norte aceptaron que las ganancias generadas por las empresas (farmacéuticas, químicas, industriales, alimenticias, cosméticas, entre otras) a partir de genes o recursos provenientes de la “reserva de biodiversidad” (animales, plantas o microorganismos) de los países del sur sean compartidas equitativamente con los países dueños del recurso.
Entre los compromisos asumidos con miras al 2020, está expandir las áreas protegidas de cada país al menos a 17% de sus ecosistemas terrestres (el Perú tiene el 15,11% de su territorio bajo protección); y 10% de sus espacios marinos. En el ámbito global esto supone un incremento de 4% y 9%, respectivamente. En la ciudad japonesa de Nagoya se analizaron también las mejores formas de producción y comercialización de productos extraídos de los distintos ecosistemas, con criterios sostenibles y prácticas ambientalmente amigables, conocidas como ‘biotrade’ (o biocomercio).
Ha quedado clara la necesidad de movilizar recursos para alcanzar las metas acordadas. Los planes deben estar listos para el 2012 cuando Río de Janeiro se convierta nuevamente en la capital ecológica del mundo, al acoger la segunda Cumbre de la Tierra, 20 años después de la Eco-92. Los esfuerzos a fin de cuentas quizá ayuden a que aquella frase del sociólogo polaco Zygmunt Bauman: “Nuestros nietos pagarán la factura de nuestra orgía consumista” quede tan solo como un graffiti en la pared de nuestra memoria.
El Comercio, 31 de octubre de 2010
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