Con la cabeza recostada sobre el cristal el joven oficial miraba el hermoso camino de Lucanas hacia la costa. A ratos pensaba en su novia, en su cercano matrimonio, en los hijos que convertirían en bisabuela a la anciana mujer a la que tanto quería y que lo esperaba ansiosa, tras la larga y peligrosa ausencia. Vivía admirado por la belleza del país al que defendía exponiendo su vida. En un instante todo terminó. Sendero Luminoso interceptó el vehículo en el que viajaba este integrante de la PNP y lo asesinó con la saña y el odio inspirados por el marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento Gonzalo.
Allí quedó el cadáver de un patriota peruano de sangre francesa y china, de ojos claros y mirada transparente, cuyo “error” fue atreverse a defender las comunidades más pobres altoandinas, aterrorizadas por esos criminales del trapo rojo con la hoz y el martillo. Dejó a su madre y hermana con un tajo abierto en el corazón, como un río eterno de dolor; a tías, tíos, primas, primos y sobrinos que no pueden olvidarlo aunque hayan pasado más de dos décadas; a una abuelita con los brazos extendidos que esperaba abrazar al nieto valiente, cuyos restos recibió en un cajón; y a una mujer enamorada cuyo futuro estalló en mil fragmentos como los vidrios que Sendero volaba con sus coches-bomba en la ciudad de Lima. Historias como las de “Chamaco” —así le decían los amigos— abundan, por desgracia.
En un poblado de Huacrachuco, en Huánuco, Reyna, una niña de poco más de 10 años, vio cómo su tío levantó un machete para matar a su propio hijo. Han pasado bastante más de veinte años y aún recuerda el cadáver de su primo amarrado a un árbol, transformado en una suerte de yunsa, pues un grupo de senderistas obligó a que todos los pobladores tomaran el machete y le infligieran un corte por “soplón”, es decir por anunciar que los terroristas se acercaban. Reyna trata de olvidar pero las imágenes vuelven a su mente quizá amplificadas por el pavoroso recuerdo. No sabe si fue en ese momento o después que su tío cayó fulminado por un infarto, pero sí recuerda claramente a su primo atado y que clamaba: “Papá, por favor, directo al cuello, en el cuello. No mires. Te quiero”.
En Ilo un chofer de origen puneño volvió a su pueblo después de 20 años: “Casi todos habían sido asesinados o huido del lugar”. Policías y soldados ayudaron a que él y un grupo de muchachos —en edad de ser incorporados a la fuerza a las hordas senderistas— escaparan en un camión, pocas horas antes de que los terroristas sitiaran el poblado. Con lágrimas en los ojos más de una decena de hombrecitos vieron cómo su pueblo se perdía en la distancia hasta que tras largas horas llegaron al mar. En Ilo hicieron de todo para sobrevivir: “Solo nos conocíamos entre nosotros. Todos hablábamos aimara y en la costa ya nos conversábamos en castellano. Una señora muy buena, puneña ella, nos daba comida y ayudaba con lo que podía en medio de su pobreza. No sé qué es de mis padres ni hermanos menores, ni del señor del camión; seguro los habrán matado. Eso hacía Sendero, señorita, y la gente se está olvidando…”.
Allí quedó el cadáver de un patriota peruano de sangre francesa y china, de ojos claros y mirada transparente, cuyo “error” fue atreverse a defender las comunidades más pobres altoandinas, aterrorizadas por esos criminales del trapo rojo con la hoz y el martillo. Dejó a su madre y hermana con un tajo abierto en el corazón, como un río eterno de dolor; a tías, tíos, primas, primos y sobrinos que no pueden olvidarlo aunque hayan pasado más de dos décadas; a una abuelita con los brazos extendidos que esperaba abrazar al nieto valiente, cuyos restos recibió en un cajón; y a una mujer enamorada cuyo futuro estalló en mil fragmentos como los vidrios que Sendero volaba con sus coches-bomba en la ciudad de Lima. Historias como las de “Chamaco” —así le decían los amigos— abundan, por desgracia.
En un poblado de Huacrachuco, en Huánuco, Reyna, una niña de poco más de 10 años, vio cómo su tío levantó un machete para matar a su propio hijo. Han pasado bastante más de veinte años y aún recuerda el cadáver de su primo amarrado a un árbol, transformado en una suerte de yunsa, pues un grupo de senderistas obligó a que todos los pobladores tomaran el machete y le infligieran un corte por “soplón”, es decir por anunciar que los terroristas se acercaban. Reyna trata de olvidar pero las imágenes vuelven a su mente quizá amplificadas por el pavoroso recuerdo. No sabe si fue en ese momento o después que su tío cayó fulminado por un infarto, pero sí recuerda claramente a su primo atado y que clamaba: “Papá, por favor, directo al cuello, en el cuello. No mires. Te quiero”.
En Ilo un chofer de origen puneño volvió a su pueblo después de 20 años: “Casi todos habían sido asesinados o huido del lugar”. Policías y soldados ayudaron a que él y un grupo de muchachos —en edad de ser incorporados a la fuerza a las hordas senderistas— escaparan en un camión, pocas horas antes de que los terroristas sitiaran el poblado. Con lágrimas en los ojos más de una decena de hombrecitos vieron cómo su pueblo se perdía en la distancia hasta que tras largas horas llegaron al mar. En Ilo hicieron de todo para sobrevivir: “Solo nos conocíamos entre nosotros. Todos hablábamos aimara y en la costa ya nos conversábamos en castellano. Una señora muy buena, puneña ella, nos daba comida y ayudaba con lo que podía en medio de su pobreza. No sé qué es de mis padres ni hermanos menores, ni del señor del camión; seguro los habrán matado. Eso hacía Sendero, señorita, y la gente se está olvidando…”.
El Comercio, 28 de marzo de 2009
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