A lo largo de los años ochenta y principios de los noventa Lima vivía en la penumbra por los atentados de Sendero Luminoso.
“Abimael Guzmán era el hombre más peligroso del Perú y el terrorista más letal de América Latina”, ha dicho Santiago Roncagliolo, autor de “La Cuarta Espada”, un libro sobre la cúpula de esa secta criminal.
Para Roncagliolo, Sendero oscurecía “la ciudad para mostrar poder, su idea era siempre mostrar que estaban en la oscuridad acechándote”.
Las gentes trataban de seguir con sus vidas venciendo el miedo o quizá acostumbrándose a él.
Una tarde, un joven partió hacia la selva acompañado por un gran amigo que visitaba el Perú. Con las mochilas al hombro enrumbaron hacia la libertad, lejos de la ciudad asustada. Pasaron las semanas y de los jóvenes no se tuvo noticia.
Eran malos tiempos, Sendero Luminoso había convertido los andes centrales en un inmenso cementerio al aire libre, esclavizaba y vejaba a los asháninkas en sus territorios ancestrales y operaba también en Lima.
Mientras tanto el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) sembraba la muerte y el terror en la selva ocupándola lentamente, en la capital secuestraba a empresarios encerrándolos en sus infrahumanas “cárceles del pueblo” y asesinaba a destacados personajes en la vía pública. Eran malos y tristes tiempos para el Perú.
Pasó más de un mes sin que las familias supieran nada de los muchachos. El padre del peruano decidió ir tras sus huellas. Conocía sus caminos, pues él se los había enseñado cuando era un pequeño que, tomado de su mano, se tambaleaba al dar sus primeros pasos por el bosque, convencido de que las mariposas eran orquídeas que alzaban vuelo. No fue fácil dar con información sobre su paradero. “Por acá pasaron, pero hace ya buen tiempo”, le dijeron en un lugar donde el MRTA había dejado su rastro de sangre.Alguien se ofreció a acercarlo a un sitio de emerretistas donde obtuvo la siguiente versión: unos agentes de la “embajada yanqui pasaron por acá y los apresamos”. No le quedó duda de que su hijo y el amigo habían sido confundidos. Pocos billetes bastaron para que un terrorista le brindara más datos: “los gringos murieron porque a quien los vigilaba se le escapó una ráfaga de metralla”.
Los cuerpos estaban escondidos en una fosa cercana. Le señalaron el camino. El padre cavó el suelo húmedo hasta encontrar unos cuerpos descompuestos por el calor y los insectos. Vio la camisa del hijo hecha jirones.
Con el valor que solo puede dar el inmenso amor a un hijo, el padre arrancó la cabeza de ese cuerpo, para identificarla. Volvió a Lima abrazado a una caja intuyendo que allí llevaba un fragmento de su hijo adorado. Así sufrieron miles de familias por la insania de Sendero Luminoso y del MRTA.
Esa maldad es algo que los peruanos y peruanas de bien jamás debemos olvidar. Un enemigo tuvieron y tienen el Perú y la democracia: el terrorismo.
“Abimael Guzmán era el hombre más peligroso del Perú y el terrorista más letal de América Latina”, ha dicho Santiago Roncagliolo, autor de “La Cuarta Espada”, un libro sobre la cúpula de esa secta criminal.
Para Roncagliolo, Sendero oscurecía “la ciudad para mostrar poder, su idea era siempre mostrar que estaban en la oscuridad acechándote”.
Las gentes trataban de seguir con sus vidas venciendo el miedo o quizá acostumbrándose a él.
Una tarde, un joven partió hacia la selva acompañado por un gran amigo que visitaba el Perú. Con las mochilas al hombro enrumbaron hacia la libertad, lejos de la ciudad asustada. Pasaron las semanas y de los jóvenes no se tuvo noticia.
Eran malos tiempos, Sendero Luminoso había convertido los andes centrales en un inmenso cementerio al aire libre, esclavizaba y vejaba a los asháninkas en sus territorios ancestrales y operaba también en Lima.
Mientras tanto el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) sembraba la muerte y el terror en la selva ocupándola lentamente, en la capital secuestraba a empresarios encerrándolos en sus infrahumanas “cárceles del pueblo” y asesinaba a destacados personajes en la vía pública. Eran malos y tristes tiempos para el Perú.
Pasó más de un mes sin que las familias supieran nada de los muchachos. El padre del peruano decidió ir tras sus huellas. Conocía sus caminos, pues él se los había enseñado cuando era un pequeño que, tomado de su mano, se tambaleaba al dar sus primeros pasos por el bosque, convencido de que las mariposas eran orquídeas que alzaban vuelo. No fue fácil dar con información sobre su paradero. “Por acá pasaron, pero hace ya buen tiempo”, le dijeron en un lugar donde el MRTA había dejado su rastro de sangre.Alguien se ofreció a acercarlo a un sitio de emerretistas donde obtuvo la siguiente versión: unos agentes de la “embajada yanqui pasaron por acá y los apresamos”. No le quedó duda de que su hijo y el amigo habían sido confundidos. Pocos billetes bastaron para que un terrorista le brindara más datos: “los gringos murieron porque a quien los vigilaba se le escapó una ráfaga de metralla”.
Los cuerpos estaban escondidos en una fosa cercana. Le señalaron el camino. El padre cavó el suelo húmedo hasta encontrar unos cuerpos descompuestos por el calor y los insectos. Vio la camisa del hijo hecha jirones.
Con el valor que solo puede dar el inmenso amor a un hijo, el padre arrancó la cabeza de ese cuerpo, para identificarla. Volvió a Lima abrazado a una caja intuyendo que allí llevaba un fragmento de su hijo adorado. Así sufrieron miles de familias por la insania de Sendero Luminoso y del MRTA.
Esa maldad es algo que los peruanos y peruanas de bien jamás debemos olvidar. Un enemigo tuvieron y tienen el Perú y la democracia: el terrorismo.
El Comercio, 11 abril de 2009
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