“Quien ensucia el agua debe limpiarla”, afirmaba cuatro siglos antes de Cristo el célebre filósofo griego Platón. Así, dejó bastante claro que nadie tenía (ni tiene) derecho a degradar un bien que es de todos y, en todo caso, quien lo hiciera estaba (está) obligado a repararlo. En el siglo XX tal dicho se convirtió en la lógica de “el que contamina paga” y se aplicó bajo la forma de impuestos, con éxito en países como Alemania, cuyas empresas avanzaron prontamente tecnologías y procesos amigables con el ambiente.
En pleno siglo XXI lo dicho por Platón se refleja en las propuestas del economista Pavan Sukhdev, consejero especial de Naciones Unidas, quien afirma que la “invisibilidad de la naturaleza” al tiempo de hacer negocios y tomar decisiones ha propiciado los descalabros ambientales que vemos. “No podemos gerenciar lo que no medimos y no estamos midiendo el valor de los beneficios de la naturaleza ni el costo de su pérdida”, dijo recientemente al diario británico “The Guardian”.
Las empresas deben empezar a contabilizar sus pasivos ambientales, es decir su impacto negativo sobre los ecosistemas, la biodiversidad y el clima. En otras palabras, “sincerar” los costos, tan simple como eso. Y pasemos ahora al escalofriante “sinceramiento” de cifras. Un informe de la consultora Trucost, encargado por Naciones Unidas y cuyos avances fueron difundidos el último jueves, indica que en el 2008 los pasivos ambientales de las tres mil más grandes empresas del globo fueron cercanos a los… ¡dos mil quinientos trillones, sí trillones, de dólares! Este monto inimaginable es mayor al de las economías nacionales de todos los países de la Tierra (menos de los 7 más poderosos).
El informe menciona, además, que un tercio de las ganancias de esas compañías se desvanecería si pagaran por el uso, pérdida y daño ambiental que causan. Así “ensuciar el agua y no limpiarla” resulta siendo un buen negocio, a vista y paciencia de los gobiernos y muchas veces con su venia. El asunto deriva, además, en algo totalmente ilógico: todos y todas padecemos la contaminación, deforestación, sobreúso de agua, generados por negocios ajenos, mientras unos pocos gozan las ganancias. Lo último que nos faltaba: el comunismo de la contaminación, la democratización del descalabro ecológico, la distribución justa y equitativa de los desequilibrios ambientales. Y lo mismo ocurre a pequeña escala, porque por el ojo de esa aguja entra también el conductor de la vetusta combi que envenena el aire urbano, causándonos alergias, irritándonos los ojos, la garganta y los bronquios, mientras él hace su “agosto” (amén de causar accidentes por doquier).
El estudio que será publicado por el Programa de Medio Ambiente de las Naciones Unidas y la iniciativa Principios para Inversiones Responsables, apoyada también por ONU, esperan sensibilizar a los inversionistas para que exijan a las compañías reducir sus impactos, antes que los gobiernos impongan mayores impuestos, sanciones, restricciones o regulaciones a sus actividades. La economía de la naturaleza visible está a la vuelta de la esquina.
En pleno siglo XXI lo dicho por Platón se refleja en las propuestas del economista Pavan Sukhdev, consejero especial de Naciones Unidas, quien afirma que la “invisibilidad de la naturaleza” al tiempo de hacer negocios y tomar decisiones ha propiciado los descalabros ambientales que vemos. “No podemos gerenciar lo que no medimos y no estamos midiendo el valor de los beneficios de la naturaleza ni el costo de su pérdida”, dijo recientemente al diario británico “The Guardian”.
Las empresas deben empezar a contabilizar sus pasivos ambientales, es decir su impacto negativo sobre los ecosistemas, la biodiversidad y el clima. En otras palabras, “sincerar” los costos, tan simple como eso. Y pasemos ahora al escalofriante “sinceramiento” de cifras. Un informe de la consultora Trucost, encargado por Naciones Unidas y cuyos avances fueron difundidos el último jueves, indica que en el 2008 los pasivos ambientales de las tres mil más grandes empresas del globo fueron cercanos a los… ¡dos mil quinientos trillones, sí trillones, de dólares! Este monto inimaginable es mayor al de las economías nacionales de todos los países de la Tierra (menos de los 7 más poderosos).
El informe menciona, además, que un tercio de las ganancias de esas compañías se desvanecería si pagaran por el uso, pérdida y daño ambiental que causan. Así “ensuciar el agua y no limpiarla” resulta siendo un buen negocio, a vista y paciencia de los gobiernos y muchas veces con su venia. El asunto deriva, además, en algo totalmente ilógico: todos y todas padecemos la contaminación, deforestación, sobreúso de agua, generados por negocios ajenos, mientras unos pocos gozan las ganancias. Lo último que nos faltaba: el comunismo de la contaminación, la democratización del descalabro ecológico, la distribución justa y equitativa de los desequilibrios ambientales. Y lo mismo ocurre a pequeña escala, porque por el ojo de esa aguja entra también el conductor de la vetusta combi que envenena el aire urbano, causándonos alergias, irritándonos los ojos, la garganta y los bronquios, mientras él hace su “agosto” (amén de causar accidentes por doquier).
El estudio que será publicado por el Programa de Medio Ambiente de las Naciones Unidas y la iniciativa Principios para Inversiones Responsables, apoyada también por ONU, esperan sensibilizar a los inversionistas para que exijan a las compañías reducir sus impactos, antes que los gobiernos impongan mayores impuestos, sanciones, restricciones o regulaciones a sus actividades. La economía de la naturaleza visible está a la vuelta de la esquina.
El Comercio, 20 de febrero de 2010
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