¿Qué tiene que ver el fin de las tiranías comunistas de Europa del este o la caída del Muro de Berlín con las manzanas? Veamos. Los mismos vientos de razón, libertad y sensibilidad que desplomaron en 1989 el Berliner Mauer y todo lo que el infame muro significó, permitieron conocer el origen de las manzanas domesticadas (“Malus doméstica”). El asunto parece arrancado de una novela.
El 1 de setiembre de 1929 el botánico ruso Nikolai Vavilov (1886-1943) encontró un inmenso bosque de manzanos silvestres. Fue en las montañas de Tien Shan, al sur de Kazajistán, a una hora de la ciudad de Almaty (manzana, en el idioma local), entonces llamada Alma-ata (padre de las manzanas). Árboles diversos entre sí que exhibían frutos morados como una aceituna, pequeños como cerezas, amarillas como limones, redondas e inmensas como toronjas, cónicas, de color verde. Una inesperada multiplicidad de formas, texturas, olores y sabores. Le quedó claro que esos árboles añosos y enormes anidaban las frutas y semillas de la manzana silvestre, y con ellas los genes que se habían expandido por Europa y Asia. Siglos de cruce y selección permitieron a las primeras civilizaciones domesticar esta planta y crear un amplio abanico de variedades, un preciado alimento que hoy es el cultivo más extendido del planeta.
El hallazgo de Vavilov fue sepultado por la intolerancia de Stalin y las intrigas de Lysenko (1898-1976), seudocientífico “proletario” que veía la genética como una “ciencia burguesa que intentaba justificar biológicamente las diferencias de clase”. El prejuicioso Lysenko intervino en la política agraria soviética de 1929 a 1948 y llevó a acusar a los genetistas de “saboteadores trotskistas”. Vavilov fue condenado a muerte, pena que se le modificó por el destierro en Siberia, donde murió de hambre en 1943. Una triste ironía para quien por más de dos décadas recorrió distintos países en los cincos continentes —incluido el Perú— recolectando las semillas de cultivos alimenticios: cereales, frutos, hortalizas y tubérculos, así como de sus pares silvestres, para saber más y poder proteger mejor lo que nutre a la humanidad. Pero volvamos a las manzanas.
Para 1989, tiempos ya libres, el doctor Aimak Djangaliev —uno de sus últimos discípulos vivos— invitó a científicos estadounidenses para mostrarles el único bosque de manzanos silvestres del planeta, el sitio estudiado por su maestro. Aimak era un jovenzuelo de 15 años cuando Vavilov pasó por allí y despertó su vocación por la botánica y particularmente por las manzanas. Como le ocurrió a Vavilov en su tiempo, los investigadores estadounidenses quedaron extasiados por la fragancia y la visión de las extensas colinas pobladas por árboles de más de 300 años y alturas mayores a los 20 metros y sus manzanas salvajes y semidomesticadas.
El enigma del origen de esta fruta se descifró y, como si del muro berlinés se tratara, en ese instante del siglo XX se derrumbaron todas las teorías al respecto —incluida la que afirmaba que el manzano silvestre europeo era progenitor de las manzanas modernas—. Más de 56 formas salvajes de “Malus sieversii” (la originaria) han sido catalogadas en el lugar que hoy es escenario de importantes proyectos de conservación y, sin querer, un tributo a la libertad. A todo esto, ¿al genocida Stalin le gustaban las manzanas?
El 1 de setiembre de 1929 el botánico ruso Nikolai Vavilov (1886-1943) encontró un inmenso bosque de manzanos silvestres. Fue en las montañas de Tien Shan, al sur de Kazajistán, a una hora de la ciudad de Almaty (manzana, en el idioma local), entonces llamada Alma-ata (padre de las manzanas). Árboles diversos entre sí que exhibían frutos morados como una aceituna, pequeños como cerezas, amarillas como limones, redondas e inmensas como toronjas, cónicas, de color verde. Una inesperada multiplicidad de formas, texturas, olores y sabores. Le quedó claro que esos árboles añosos y enormes anidaban las frutas y semillas de la manzana silvestre, y con ellas los genes que se habían expandido por Europa y Asia. Siglos de cruce y selección permitieron a las primeras civilizaciones domesticar esta planta y crear un amplio abanico de variedades, un preciado alimento que hoy es el cultivo más extendido del planeta.
El hallazgo de Vavilov fue sepultado por la intolerancia de Stalin y las intrigas de Lysenko (1898-1976), seudocientífico “proletario” que veía la genética como una “ciencia burguesa que intentaba justificar biológicamente las diferencias de clase”. El prejuicioso Lysenko intervino en la política agraria soviética de 1929 a 1948 y llevó a acusar a los genetistas de “saboteadores trotskistas”. Vavilov fue condenado a muerte, pena que se le modificó por el destierro en Siberia, donde murió de hambre en 1943. Una triste ironía para quien por más de dos décadas recorrió distintos países en los cincos continentes —incluido el Perú— recolectando las semillas de cultivos alimenticios: cereales, frutos, hortalizas y tubérculos, así como de sus pares silvestres, para saber más y poder proteger mejor lo que nutre a la humanidad. Pero volvamos a las manzanas.
Para 1989, tiempos ya libres, el doctor Aimak Djangaliev —uno de sus últimos discípulos vivos— invitó a científicos estadounidenses para mostrarles el único bosque de manzanos silvestres del planeta, el sitio estudiado por su maestro. Aimak era un jovenzuelo de 15 años cuando Vavilov pasó por allí y despertó su vocación por la botánica y particularmente por las manzanas. Como le ocurrió a Vavilov en su tiempo, los investigadores estadounidenses quedaron extasiados por la fragancia y la visión de las extensas colinas pobladas por árboles de más de 300 años y alturas mayores a los 20 metros y sus manzanas salvajes y semidomesticadas.
El enigma del origen de esta fruta se descifró y, como si del muro berlinés se tratara, en ese instante del siglo XX se derrumbaron todas las teorías al respecto —incluida la que afirmaba que el manzano silvestre europeo era progenitor de las manzanas modernas—. Más de 56 formas salvajes de “Malus sieversii” (la originaria) han sido catalogadas en el lugar que hoy es escenario de importantes proyectos de conservación y, sin querer, un tributo a la libertad. A todo esto, ¿al genocida Stalin le gustaban las manzanas?
El Comercio, 26 de diciembre de 2009
No hay comentarios.:
Publicar un comentario