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sábado, agosto 14, 2010

Adiós al maestro del cine peruano


Ayer por la mañana murió el hombre que no debía morir, por lo menos no todavía o quizá nunca. Lamentablemente antes o después llega ese viento frío que nos arrastra a todos. Unos pasan como sombras por la vida y otros la iluminan con su obra. Se fue, pues, el gran maestro del cine peruano, el cineasta más genial e incomprendido de nuestro país. Armando Robles Godoy fue periodista, escritor, guionista, director y un intelectual que gustaba sacudir a la pacatería limeña. Vamos, si alguien remeció esta ciudad —acostumbrada al agua tibia, a la media voz y a las medias tintas— fue Armando. De ese mismo modo remeció a sus discípulos, llevándonos permanentemente hasta el límite de nuestra capacidad (o “límite de incapacidad”, como solía decirnos). Con él había dos caminos: aprender con la posibilidad de sucumbir o mutar en el proceso, o simplemente darle la espalda a una fuente inagotable de retos intelectuales, creativos y emocionales. Muchos optamos por lo primero y no solo sobrevivimos para contarlo sino para poder decir que fue un extraordinario maestro.

Aclamado fuera de nuestras fronteras —su película “Espejismo” fue nominada al Globo de Oro en 1973, por ejemplo—, Armando estaba más que acostumbrado a recibir los golpes arteros de la “crítica” nacional (si algo parecido a eso existe en nuestro terruño) y la de algunos jóvenes aprendices del oficio, que a la primera desmenuzaban sus películas porque eso enseñaron muchos profesores universitarios: el desprecio por la obra roblesiana. Decía el recordado periodista Manuel D’Ornellas que “en Lima la mazamorra se espesa con la envidia”. Y mucha envidia era la que despertaba Robles Godoy por su irreverencia, por su valentía para decir lo que pensaba y por crear una obra coherente y vanguardista, alejada de los cánones tradicionales. Con la colaboración en la cámara de su hermano Mario logró, indudablemente, la fotografía más poética y potente de una película peruana. Allí están para comprobarlo sus largometrajes “La muralla verde” (1969), “Espejismo” (1972) o el magistral cortometraje “Cementerio de elefantes” (1973). La participación del músico Enrique “Paco” Pinilla en sus más importantes trabajos fue fundamental para alcanzar la perfección expresiva y de estructura que buscaba con el lenguaje cinematográfico.

Robles era un gran conocedor del espíritu humano y consideraba que su labor como maestro de cine pasaba, también, por forjarnos como personas. Lo que puede ser —como en efecto lo fue— un proceso doloroso. En la peligrosa aventura de aprender de Armando nos embarcamos varios, y vaya si nos transformó. No me dejarán mentir los hoy reconocidos fotógrafos Lorry Salcedo, Roberto Huarcaya y Jenny Woodman; Antonio Fortunic, entonces un joven arquitecto y hoy el más lúcido expositor del qué y cómo ver una película (además de director); Cady Abarca, ahora videasta multipremiado afincado en Nueva York; la artista plástica Esther Vainstein, que se acercó así a la experiencia audiovisual; Luis Vargas Prada, autor del único manual del cine de factura peruana; Ichi Terukina que de administrar el restaurante familiar en La Victoria terminó de teórico y filósofo (si cabe el término) del cine; Eduardo Guillot, un joven productor de comerciales hoy con obra premiada en Sundance; Kike Tello, bombero voluntario, experto en maderas y dueño de un aserradero en Barranco que descubrió en la magia de iluminar su verdadera pasión. Robles nos ayudó a reconocer nuestra grandeza después de hacernos ver el abismo de nuestras miserias, a superar nuestros miedos, a descifrar si lo que hacíamos era una expresión del ego o una sincera búsqueda estética, expresiva y creativa, y todo eso a los 17 años o 20 años puede ser algo abrumador. Armando, sin duda, marcó nuestras vidas de una manera especial. Nos enseñó a hacer cine, sí, pero principalmente nos enseñó que solo la libertad nos convierte en seres capaces de crear o, lo que es lo mismo, vivir y no simplemente sobrevivir.


El Comercio, 11 de agosto de 2010

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